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Mentiras patrioteras

Por: Luis Napoleón de Armas P.

La patria es como la mamá de uno; se siente, se palpita, se evoca, se defiende, se acaricia. Uno se mueve por su territorio con confianza como si estuviera en su casa. Estos valores se van cimentando desde la infancia cuando en las primeras letras nos comienzan a ubicar geográficamente y nos dicen, “tú eres de aquí”. La historia aprendida nos confirma este amojonamiento. Para formarse como nación, casi todas las patrias han tenido que vivir momentos de guerra que, de forma absurda, serán las glorias de la posteridad. Casi ninguna historia se rige por la verdad real de los hechos; solo conocemos la que escriben los vencedores que, por supuesto, se acomoda a sus intereses. Las verdaderas causas de los fenómenos son ocultadas y por lo tanto, sus consecuencias son manipuladas y olvidadas. ¿Quién conoce las causas de los magnicidios ocurridos en los últimos años, desde Gaitán, pese a que en cuestión de tiempos eso fue ayer?. Al tiempo, son muchas las cosas que nos dicen para incentivar nuestro amor patrio, describiendo héroes que no existieron, pero a los cuales les rendimos tributos de admiración sin saber por qué. A los héroes nunca se les ven los defectos, son supra humanos que, quizás,  ayudaron a construir la patria; siempre los amamos. Los himnos y otros símbolos son un chip que nos recuerdan las hazañas de personajes sobredimensionados; siempre han existido, en todos los tiempos y lugares, un Áyax o un Héctor. Bolívar, p.ej., para animar a sus tropas, se inventaba historias de heroísmo que quedaron impresas para la historia. El caso de Ricaurte en San Mateo puede ser uno de esos mitos; a la luz de la razón, ningún estratega se inmolaría en un polvorín que bien podría utilizar contra el enemigo. Claro, fue un patrioterismo bien intencionado en su momento, nos legó un héroe. Más sabio fue Sansón quien ofrendó su vida a cambio de que murieran centenares de filisteos. Pero existen unos patrioterismos más sutiles e inocuos; p.ej., decirnos que el himno nacional de Colombia es el segundo más bello del mundo; ese cuento lo escuché desde la primaria. Nunca supe quien hizo esa clasificación; a esa edad a uno no se le ocurre preguntarlo; bastaba que lo dijera el profesor de esa escuela conductista que siempre nos ha castrado. Pero, recientemente, el Diario Thelegraf de Londres nos entregó otra clasificación, cuyos criterios, para hacerla, tampoco conozco; nos dicen que nuestro himno es el sexto más feo del mundo. ¡Qué decepción! Muchos se sentían orgullosos de tener su Marsellesa criolla. La verdad, su música no es tan fea, pero su letra es para eruditos, no para unificar una nación, que, si bien, el proceso de liberación no ha terminado, la epopeya del himno en nada nos ayuda. “La virgen sus cabellos arranca en agonía y de su amor viuda los cuelga de ciprés” es un verdadero galimatías para la mayoría de colombianos; tal vez los poetas podrían descifrar este acertijo. Una Nación no puede vivir de alegorías ni se destaca por la belleza de su himno así como tampoco, por el número de mrs. universos que posea. Un país debe destacarse es por la calidad de vida de sus ciudadanos y por la perfectibilidad de su democracia. Perder los objetivos de Nación es un error; no basta tener un himno, una bandera y un escudo; esto se volvió una costumbre light. Pueden exhibirse como marca de Nación pero no como fundamento básico.
Adenda. Todos hablan de la boda de Caná pero de los contrayentes nadie, que es lo recordable. Se supone que eran personas pudientes por el número de invitados, pero de bajo protocolo. Una boda con pescado no aguanta. nadarpe@gmail.com

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