La gravedad de la mentira radica en el hecho de que mina la fe que habíamos mantenido en el otro. A veces puede alguien considerar que una información no va a ser correctamente entendida. Matrimonios que mantienen relaciones funcionales y satisfactorias se hurtan pequeñas informaciones con respecto a cuestiones como gastos personales, relación con parientes políticos o esporádicos encuentros con la propia familia de origen. Aun dando por bueno el ideal de alcanzar acuerdos también en lo referente a esas parcelas de su vida en común, cuando la experiencia les ha mostrado que tal ideal no es posible, tratan de huir del conflicto evitando aquello que pudiera llevarles al enfrentamiento. No creo que esto pueda ser considerado como una falta grave contra la verdad. Lo interpreto, más bien, como una forma inteligente de aceptar las limitaciones que son inevitables incluso en los modelos de convivencia más ejemplares.
No faltan ocasiones en que uno es consciente de haber incurrido en un error que despierta en él amargos sentimientos de confusión y autocensura. Pero, sin embargo, considera innecesario revelárselo a la pareja, no con ánimo doloso de mantenerlo al margen de la propia vida, sino con el propósito honesto y la determinación sincera de evitarle sufrimientos o ahorrarle dolores para los que no dispone de analgésico adecuado. Un principio básico en el que suelen coincidir los terapeutas es en lo inconveniente de abrir heridas cuando no se dispone del bálsamo que pueda contribuir a sanarlas. Importa que las parejas lo sepan y que aprendan a valorar qué es lo que cada uno puede o no puede asimilar. Algunos sufrimientos innecesarios e inútiles podrán ser evitados. Pues no convendría olvidar que el silencio sobre conductas de las que no nos sentimos nada satisfechos, puede convertirse en un formidable tributo de respeto hacia la persona que amamos, si se mantiene el compromiso de aprender de los errores cometidos y el propósito de no repetirlos.
La sinceridad, pues, no nos obliga a compartirlo absolutamente todo. Los seres humanos tenemos derecho a preservar algunas parcelas de nuestro mundo íntimo. No parece sensato, desde ningún punto de vista, hacer partícipe al otro de algo que no va a entender, puede ser mal interpretado y, en consecuencia, convertirse en fuente de dolorosos desencuentros. Lo fundamental es mantener en relación a nuestro compañero o compañera una actitud de respeto, de confianza y de lealtad.
A largo de años de trabajar con parejas he podido comprobar los efectos corrosivos del engaño. No es infrecuente que quien se siente engañado prefiera, en ocasiones, no darse por aludido y tienda a refugiarse en una burbuja de simulación y fingimiento. Le es tan doloroso y daña tanto su propia autoestima el descubrimiento de que ha sido traicionada su natural ingenuidad y su buena fe que opta por vivir como si eso no fuera cierto aunque, tenga que pagar el alto precio de no poder eludir la conciencia de su propia estupidez.
No es un objetivo irrelevante cimentar las relaciones de pareja sobre la base de la confianza y la sinceridad. Ni siquiera creo que estas sean posibles en su ausencia.
Por José Jiménez Ruiz