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Memorias más gratas que aciagas

En enero de 1967 salgo de Valledupar, acongojado y dubitativo, a ingresar al primer semestre de la carrera de Veterinaria y Zootecnia en la Universidad Nacional (UN), porque el puntaje obtenido en el examen de admisión no me alcanzó para estudiar medicina, la profesión de mi vocación; sin embargo, me matriculé en esta segunda opción, para insistir en el siguiente semestre, en la búsqueda de mi anhelada ilusión.

Por el precario escenario estudiantil de la UN en aquel tiempo, decidí inscribirme en la Universidad del Valle (UV), también prestigiosa y pública. El examen de admisión lo realicé en la Universidad de los Andes (Uniandes). La UV me acepta para estudiar medicina, informándome que los dos primeros años los cursaría como becado en Uniandes y el resto lo culminaría en Cali. En Uniandes recibo las respectivas advertencias, debería guardar buena conducta y para conservar la beca debía lograr y mantener un promedio de notas mayor de 3.7, además me concedieron hospedaje en la Unidad Residencial Estudiantil Antonio Nariño.

El estudio de medicina lo inicio en agosto de 1967. Evaluaron mi conocimiento del idioma inglés, el resultado fue bajo, por ende, comencé en el primer curso de los cuatro exigidos, que debía aprobarlos en cada uno de los cuatro semestres de estudios. Afortunadamente, con enorme esfuerzo logro aprobarlos con notas aceptables en el tiempo establecido. 

Mi mayor tormento la tuve con la materia de genética, incluida en el último semestre de mi ciclo en Uniandes, el profesor era Hugo Hoenigsberg, egregio genetista, que durante muchos años dirigió la Escuela de Ciencias en Uniandes. Este prominente profesor, recién comenzando mi estudio, me pide el favor de que le consiguiera moscas Drosophila melanogaster en Valledupar, para sus investigaciones genéticas. Acordamos que antes de salir a vacaciones me entregaría los elementos y las instrucciones como cazarlas.

Dos compañeros de la universidad me invitaron de paseo al Parque Nacional Natural Serranía de La Macarena, en avioneta privada, los acompañé calculando que el tiempo me alcanzaría para ir a Valledupar y traerle el encargo al prestigioso profesor, reconocido internacionalmente por sus publicaciones científicas. No fui por las moscas, porque en el dichoso paseo perdí el morral donde guardaba los elementos para capturarlas.

Por este percance ajeno a mi voluntad, mi futuro profesor me condena a perder la materia de genética. Del curso, fui el primero que pasó al tablero para ridiculizarme, de chiripa obtuve nota de 5.0, pues me puso a resolver un problema bien difícil, que el día anterior me había aprendido en un libro que lo tenía como ejemplo, lo resolví con tan solvencia, que me gané la admiración de mis condiscípulos.

En adelante no volvió a calificarme en presencia de ellos. Empero, me calificó muy mal mi trabajo semestral de investigación, me anuló un examen escrito, por supuesto fraude, que su auxiliar de cátedra también genetista me lo había calificado con 5.0; en fin, me hacía perder la materia, que impedía la continuación de mi estudio.

Escribí una carta al rector de Uniandes, solicité revisión de mis notas y expliqué detalladamente el tema de las moscas. Le llevé la copia al coercitivo profesor, furioso me pregunta: “¿Presentaste este chantaje en la rectoría?”. ­No, pero si usted no me califica lo justo, la llevaré-. Más irritado, me dice: “Cambiaré la nota con tal de no volverte a ver nunca más”.

En 1994, este insigne profesor de Uniandes, casi termina encarcelado, porque la Fiscalía lo procesa bajo cargos de peculado y desconocimiento de la propiedad intelectual, en desarrollo de una investigación proyectada por una estudiante de posgrado y financiada por Colciencias.

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