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Memorias de una época triste

El telegrafista oyó el estampido, nítido, como si hubiera sido en el patio de la casa.  Se sentó en el borde de la cama y trató de aguzar el oído para averiguar la causa de la detonación.  Pronto sintió el barullo de voces y carreras en la noche.  Tuvo entonces la seguridad de que algo grave había ocurrido.  Después fueron los gritos: ¡mataron a Carlos Torres!

Arriba del pueblo por donde vivía ‘El Mono’ Ariza, muchas voces gritaban sin que se pudiera deducir lo que decían.  Desde la estación de Policía, varias linternas de mano rompían la oscuridad tratando de hurgar en todas direcciones.  Se quedó quieto un rato por prudencia, auscultando todo ruido que llegaba, hasta cuando comprendió que muchas personas descendían de los callejones con un ruido de derrumbe.  De la casa de la Policía no se percibía nada.  Todo era silencio y por eso sospechaba que la habían abandonado a la carrera.  Un instante después lo comprobó una descarga de fusiles que a la salida del pueblo hizo la policía “chulavita” para meter pánico, antes de emprender la huida por el camino real, lomas abajo.

Cuando las primeras luces de la madrugada moreteaban los cerros, Atánquez era una confusión de comentarios sobre lo ocurrido.  Manuel de Jesús Ortega tomó las llaves de la Telegrafía y se metió en ella.  Prendió el pabilo de una vela y subió la clavija para accionar el manipulador con la esperanza de que el circuito de Valledupar estuviera abierto para transmitir en clave morse la noticia.  Fue la primera vez que cursaba un telegrama por un homicidio con balas oficiales. Después, cuando sirvió de telegrafista en otras partes, se habituó como rutina, de ser intermediario de esos mensajes cortos de palabras entresacadas que llevaban anuncios de luto y de tragedia.

La telegrafía inició con la copia de claves en morse, puntos y barras; luego los telegrafistas aprendieron a distinguir los sonidos y transcribían de manera directa al escuchar.

Cuando prestaba su servicio en Valledupar, casi con una devoción de cumplimiento obligado, en un radio de tres bandas no perdía ocasión de escuchar al ‘Negro Gaitán’ denunciando el vandalismo oficial, con su voz populachera de muchacho de barriada bogotana cuando trepaba los pináculos de las ideas estremeciéndose como pájaro en las fronteras de las alturas para descender después desplomado con las alas quebradas por una dolorosa ironía.  Las radiodifusoras clandestinas a través de las ondas hertzianas daban cuenta de los muertos que al flote bajaban decapitados a machete por el río Magdalena con “el corte franela” en la garganta, de los chusmeros del Tolima alzados en armas, de los asaltos de la guerrilla liberal de Gudalupe Aljure en los Llanos y de las matazones y desbandadas desde las breñas santandereanas.

Era fácil constatar esto último con los propios ojos cuando llegaban camiones cebolleros con familias que se asilaban en los hatos de Bélgica, por auxilio de su dueño Eloy Quintero Baute, patricio rojo de los vallenatos.  Allí, bajo un campamento de toldas vivía toda esa gente vestida con telas humildes donde era llamativo ver las caritas mustias de los niños con juguetes de madera y trapo, y sus ojos apagados que decían de una tragedia que no entendían.

Entre las reminiscencias inmediatas, el telegrafista Ortega siempre devolvía a su mente la pesadilla vivida el año anterior, la noche en que volvía con su esposa y sus hijos pequeños de Valencia de Jesús donde había asistido a la procesión del Nazareno, el Jueves Santo, y en la entrada del pueblo, a la altura de la Escuela de Artes y Oficios, la chulavita detuvo el carro. Sólo tuvo los momentos precisos para encomendarle a su mujer el cuidado de los niños.  Lo asparon a una pared, de frente, para que mirara la boquilla del fusil por donde saldrían las balas que le destrozarían la cabeza por el mero delito de ser liberal.  Pero el dueño del carro y compañero de aquel viaje, Delio Fuentes Mayorca, haciendo valer su condición de notorio conservador, hizo el coraje de reclamar por el atropello, y con voces de duro reproche evitó el frío asesinato.

Para ese tiempo, un domingo de fatalidad, Cristóbal Ramírez, campesino gaitanista que perseguía comentarios de política al calor de unos tragos de Ron Padilla, compraba víveres en una colmena del mercado para cargar el burro e irse a su socola. Barcino su perro, le hizo un gruñido a un policía que pasaba. Un estampido atajó la enemistad del animal, otro disparo atravesó la cabeza de su hijo y uno más se fue por la tetilla izquierda de Cristóbal, dejando un floretón negro en su franela. Nadie se acercó al sitio por prohibición de la policía, y para que no vieran los tres cuerpos que confundían su sangre en un solo charco, los dejaron al sol cubiertos con unos costales de cabuya.

Un día le llegó el temido telegrama.  El telegrafista releía aquella corta y fría comunicación del Ministerio de Correos y Telégrafos que prescindía de sus servicios.  No lo entendía. Había dado lo mejor de sí en el turno de los trasnochos y mantenido un rígido sigilo profesional de los mensajes que pasaban por sus manos y que llegaban e iban con ese picoteo de pájaro carpintero a través de la línea de cobre traduciendo aquellos ruidos a palabras, hasta cuando aparecía el sol.  Sabía que era por la desconfianza del gobierno conservador de Laureano Gómez.  No tenía puerta donde tocar por auxilio de su despido.  Pedro Castro, el exministro y su amigo, a quien hubiere acudido para atajar la salida de su cargo, abrumado por la matanza diaria de campesinos de su partido, seguía la línea de oposición pasiva.  Hasta se decía que él estaba en la lista de la organización criminal y clandestina de la Mano Negra, de la banda de sicarios “Los Pájaros” y del Servicio de Inteligencia Colombiano, el temido SIC, una especie de Gestapo criolla que asesinaba en nombre del orden y la ley. Por eso, mientras pasaba la ola de sangre, vivía para los menesteres de su hacienda El Zanjón.

Laurenao Gómez, expresidente y caudillo conservador de Colombia.

Para tales calendas, Juancho Castro Monsalvo, abogado penalista, con un nimbo de buena fama entre sus paisanos, dijo algunas palabras al desgaire que no quedaron al flote entre la juventud de su partido liberal que las oyeron.  Alguna veneración sentían por él ya que en Bogotá, años antes, había sido juez de la causa de Francisco Pérez, alias ‘Mamatoco’, un boxeador y periodista que apareció cocido a puñal en el parque Santos Chocano de la capital.  Laureano Gómez, orador fogoso y aguerrido líder conservador, a través de las páginas de El Siglo atribuía tal crimen a un mandato del gobierno de Alfonso López Pumarejo, en ese presente histórico presidente de Colombia, para acallar al púgil y comunicador que escribía en un semanario llamado La Voz del Pueblo, quien tenía conocimiento de unos torcidos amores de un familiar muy cercano del mandatario con una dama de la alta sociedad bogotana.  De la investigación del juez vallenato, resultó que el móvil del asesinato consistía en que ‘Mamatoco’ sabía de un gran desfalco del erario cuyos autores eran altos oficiales de la Fuerza Pública.

Entonces desde las páginas de El Siglo, el caudillo conservador y opositor formidable al régimen liberal, descalificó la sentencia salpicando en sus comentarios la honestidad del juez.  Fue cuando el doctor Castro expidió una orden de captura por difamación contra el líder de las bancadas azules.  En esa época de enconos frontales, más que una osadía, eso era un suicidio.

Debía abandonar Bogotá y venir al refugio de su provincia, entre los suyos, y tomar las riendas de los fundos de su herencia.  Creyó que así lo olvidarían.  Pero un día, de pie en el umbral de su puerta, en la plaza del pueblo, dos policías pasaron mirándolo de reojo, y cuando habían adelantado unos pasos, alguno de ellos comentó que el pecho de ese doctor estaba bueno para un tiro de fusil.  Intuyó en ese momento que no lo habían olvidado.  Fue cuando les dijo a los jóvenes de su partido que había que organizar un hecho de protesta para advertir, como había ocurrido en otros ámbitos, al gobierno de Laureano, de una posible reacción popular que se vendría por los desmanes de la Policía que ya estaban extendidos en los campos y ciudades de la república.  Entonces, la entusiasta muchachada, sin hacer reparos de las graves consecuencias, ideó asaltar el puesto de Policía y robar las armas oficiales.  Una participación de tangente tuvo en esos hechos el joven Ortega, pues no cupo en el jeep y se limitó a sacar de su cintura una pistola y pasarla a Aníbal Martínez que con Pepe Castro y otros más, pusieron ruedas al cuartel de la policía para el pillaje de los máuser.  Fueron doce fusiles que enterraron por los rumbos de Los Mayales, en un potrero por las barrancas del río.

Cumplidos esos hechos, entonces Manuel de J. Ortega, ante la desesperanza de un futuro vacío, para ocuparse en algo libre de los vaivenes de los gobiernos, se fue a las laderas de la Sierra, para roturar alguna tierra en un plantío de fique.  Allí en ese retiro, de vez en cuando recibía noticias atrasadas de la prensa y las revistas de los ‘Rosacruces’, hermandad esotérica en la que se había refugiado para templar con sus doctrinas místicas el decaído ánimo por los reveses de su mala estrella.  En esas estaba, cuando don Joaquín Martínez, su colega y amigo de años atrás, le mandó una nota para que hiciera una licencia en la telegrafía de Valledupar.  Lo apremiante del mensaje lo obligó a cubrir el último tramo a pie, cuando ‘La Bola Roja’, la camioneta de Franco Meza donde venía, se quedó atascada en el cieno del caño de La Canoa.  Ese mismo día comenzó a cubrir la licencia haciendo turnos de noche para recibir los mensajes de la estación repetidora de El Banco que venían del interior del país, para retransmitirlos a los pueblos y ciudades de la Costa, como último destino.

Para aquellos días, en La Tuna, una caseta de regocijo popular en La Paz, se gestó aquel infortunio.  Alguna inflamada ojeriza tenían los ocho agentes de la Policía contra ese pueblo, siempre quejoso del sucio vocabulario, las groseras amenazas y los culatazos de fusil con que aquellos ejercían su autoridad.  Un agente golpeó al ‘Nene’ Oñate, un niño de diez años, hijo de Telésforo Montiel, un venezolano, por estar en ese lugar para adultos.  Este hecho fogoneó el ánimo ya de por sí indispuesto de los presentes, que hicieron una protesta airada.  La réplica fueron disparos.  De inmediato volaron botellas y sillas en una trifulca ciega.  Como resumen, tres cuerpos de policías yacían tendidos y muchos paisanos quedaron heridos y golpeados en ese grave hecho de insubordinación civil.

Dos noches después de estos sucesos, el telegrafista terminaba sus quince días de licencia.  Era el último turno.  Los telegramas que llegaban a Valledupar solían ser los de rutina: anuncios de viajes, felicitaciones de cumpleaños, giros de dinero y hasta el requiebro amoroso de algún galán.

Pero a una hora del amanecer llegó aquel mensaje del Ministerio de Gobierno para reenviarlo al cuartel de Policía de Santa Marta, dando la instrucción perentoria de mandar cien agentes de allí y de otros  que se rebuscarían en los pueblos de la Zona Bananera para reparar el orden en el Municipio de Robles, y porque, además, corrían rumores que unos jóvenes universitarios de apellido Villazón de Armas y Bendeck Olivella, en días pasados habían reunido a cierto número de personas en una hacienda de Varas Blancas, incitando a la rebelión “contra el gobierno de los godos,  la Policía  chulavita, Los Pájaros  y La Mano Negra”.

En contradicción entró el telegrafista Ortega consigo mismo. Tenía ante sí la grave disyuntiva de no traicionar el sigilo profesional en revelar los mensajes que supiera por razón de su oficio, o callar sin parar mientes en las consecuencias de su silencio ético, pues sabía que se avecinaba un baño de sangre. Para darse tiempo en resolver el dilema, antes de volver a la pensión de ‘Lala’ Urbina, fue al río con una toalla arropando su cuello para entretener el enfriamiento de la vigilia cuando ya asomaba la luz del alba.

Se fumó el último cigarrillo y estrujó la cajetilla vacía para tirarla al suelo cuando una idea se le vino. Recogió el paquetillo arrugado en cuya portada un indio pielroja cabalgaba un potro pinto.  Sacó el papel fino que venía adosado a la tira de estaño y allí escribió una nota con rasgos distintos a los de su letra, dando cuenta de la inminente llegada de la chulavita.  La cajetilla viajó con algunos cigarrillos en la camisa de ‘Chiche’ Pimienta, quien hacía viajes en un carro suyo, con la condición de sólo entregarla a Hernando Morón o a Julio Calderón, jefes liberales de La Paz.

Tres días después llegaron a Valledupar los camiones cargados de Policías al mando de un oficial de apellido Niño.  Cuando los vio, el telegrafista sintió el mismo escalofrío de la ocasión cuando muchacho conducía una recua de mulas desde Chiriguaná, y en los montes de Fernambuco se encontró en una revuelta del camino a una de las últimas partidas de los temibles tupes con los rostros tatuados de achiote y carbón pidiéndole el tabaco que llevaba en rama.  Con el temor que le atenazaba la garganta, pues sabía que lo fusilarían si era descubierto lo del mensaje, cruzó la plaza y entró en el gabinete dental del doctor Rafael Castro, con el pretexto de una molestia en un canino.  Se sentó en la silla recordando, para distraer su miedo, que allí se había quitado la vida un dentista alemán tomando capsulas de cianuro cuando la radio transmitía la llegada de los soldados rusos a Berlín, en la última guerra mundial.

De allí pensaba llegar a la vecina casa de Santander Araujo, jefe liberal de la región, pero se detuvo cuando pensó que a esas horas esa puerta debía estar vigilada para tomar informe de “los cachiporros” que entraban y salían.  Unos pasos de botas herradas hizo que volviera la cara.  En el pretil opuesto venían en patrulla cuatro policías.  Sin alterar sus pasos, se metió en la botica de Benavides con el pretexto de comprar unas onzas de alumbre en grano para usar después de las rasuradas.  Ahora iría a escuchar el consejo de Rafael Valle Montesino, su amigo mayor, a quien veneraba por haberlo protegido en su temprana orfandad y le había enseñado la profesión de la telegrafía.  A él le confesó su secreto de La Paz.

Acató su decisión cuando con paternal benevolencia le dijo que tendría que abandonar esas calles por algún tiempo por si había alguna complicación.

Ya no dudó más.  Encaminó sus pasos al barrio Cañaguate, a un patio grande sembrado de groselleros, naranjos y limoneros, donde tenía casa de habitación Raúl Martínez, guardalínea del Telégrafo, quien como padre de Anibal, el gestor de la idea del rasponazo de los fusiles y capitán de la ultrarroja Barra Chueca, tendría también que abandonar el pueblo para evitar represalias.  Con un foco de mano y provisiones de camino que les preparó doña Felicia Zuleta, esposa de Raúl, salieron en un prudente escape hacia la aldea que colgaba de las faldas de la Sierra Nevada.  Allí, trepados en ese collado serrano, más allá de Atánquez, por lo menos tendrían la garantía de la vida.

Ahora, allá abajo en la llanura del Valle de Euparí, donde el horizonte borroso se confunde con el cielo, ese 3 de febrero de 1952, una columna de humo le anunció al joven Ortega que La Paz ardía.  Cuando se hizo noche, ya eran unas manchas de granate y oro que se veían a la distancia desde su empinada ladera.  Se retrataba las escenas de un vandalismo asiático que pudiera estar ocurriendo en aquellas calles.  Supuso que como nubes de moscas verdes debieron llegar los chulavitas por los costados del pueblo y en un círculo de repollo apretarían buscando las casas de los jefes liberales.

Sonarían los disparos de armas largas respondidas por algunos tonos bajos de revólveres y escopetas que varios avecindados, ciegos de ira, con vocación de suicidio, pecho en tierra y parapetados en las cercas de los patios, enfrentarían a la horda que llegaba. Los chulavitas con mechones prendidos pegarían llamas a las casas pajizas, con siluetas de transparencia rojiza por la contraluz del incendio dispararían a matar a quienes les viniere en gana y saquearían todo aquello que la gente no hubiere alcanzado a sacar de sus casas.  El grueso de la población debió huir hacia otros pueblos o a los montes del Perijá, si el mensaje de la cajetilla que él envió, fue entregado con la prisa con que lo había encomendado.

Pensó en Hernando en medio de ese drama con sus hijos pequeños, y con un grito de su desnuda impotencia, cayó de rodillas, y una sentida plegaria que de niño repetía cuando quedó huérfano, asomó a sus labios invocantes.

Rodolfo Ortega Montero/EL PILÓN

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