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Memorial de agravios

Señor Alcalde, es bueno recordar que Valledupar nació de las entrañas de la paz. Esa paz que se logró con victorias emancipadoras y luego fue extraída de la mansedumbre de su gente con raíces en el campo e ideales políticos y religiosos.

Era una paz que solo se arrodillaba ante el Ecce Homo y permitía pescar y cazar por las noches. Una paz ignorante de estallido de bombas y atracos a cualquier hora y en cualquier sitio.

La paz de esta tierra fue arrullada por poemas que se volvieron cantos que contaban historias de enamorados que se fugaban o cruzaban el río Cesar crecío, y custodias que las robaban los rateros honrados. Era tan profunda la paz que la cárcel El Mamón solo tenía un guardián y portero que a veces carecía de presos por cuidar.

Pero la ciudad creció y la paz se quedó pequeñita, se asustó ante el desenfreno de una sociedad que olvidó sus raíces, dejó atrás el respeto y forjó como ideal el dinero aunque venga de manos manchadas, de truculencias y de crímenes. Y se supo de matanzas, de dolor, de noches sin posibilidades de salir con la serenidad que movía a cazadores y pescadores; las noches se convirtieron en un bullir de atracos, muertes, violaciones, todo eso y más en medio del sonido ensordecedor de las rumbas indiferentes y la velocidad suicida de jóvenes conductores.

Usted, señor Alcalde, y yo hemos vivido esa transformación: el principio, por la historia y por lo que contaron los abuelos; y el desastre, por el ahora.

Un ahora en el que tenemos que vivir blindados, las casas enrejadas; las compras con el dinero guardado en el corpiño como las domésticas de antes; las caminatas en busca de salud se volvieron estresantes por miedo a los asaltantes lastimosamente menores de edad. Hay miedo, señor Alcalde.

Ayer desperté con los timbres de los teléfonos, alarmantes: ¿Se murió, está en la clínica, fue grave, dónde la atracaron? Y yo sin saber qué pasaba, me pellizcaba para ver si estaba soñando, me palpaba para ver si estaba viva; y contestaba: ‘Yo estoy bien’. Después supe que una homónima fue atracada muy cerca de mi casa y recibió un disparo. Y ese día me pagaban mi pensión y no me atreví a ir al banco.

Se han desatado los nervios de señores y señoras, y los niños juegan no al sano ‘policías y ladrones’, sino al atracador o al secuestrador.

Usted no tiene la culpa de que la paz se haya escondido, señor Alcalde, ni yo tampoco; pero sí hemos podido hacer mucho porque esta ciudad que tanto crece, logre un poco de calma. Usted, es el jefe de la policía municipal, pídale que vigile más y si no le alcanza pida más refuerzos al gobierno central. Promueva la cátedra de la paz y tome medidas fuertes, coercitivas que acaben con tantos malandrines esquineros, ‘rufianes de barrios’.

¿Y yo? Hacer eco, en mis escritos, de las campañas que emprenda; además de orar, orar mucho, para que, según la antigua frase castellana, haya luz en la poterna y guardián en la heredad. Usted es el guardián, señor Alcalde.

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