Parece que Dios estuviera pasando por un mal momento ya que casi no lo vemos, y cada vez que lo encontramos es a través de los milagros, y éstos se dan muy pocos.
Su ausencia, en estos momentos críticos de la humanidad, me lleva a enfrentar con un desafío filosófico y teológico sobre su existencia que ha de depender del enfoque que se le dé bajo la razón y la experiencia, y en especial sobre el valor que se asuma entre el bien y el mal.
Los que tenemos un Dios partimos de una causa fuera del tiempo y del espacio, causa eterna y poderosa que solo encontramos en un ser superior que le ponemos cualquier nombre, en este caso la llamamos Dios y su obra Universo.
Luego que observamos la complejidad y el orden del universo y hemos descubierto y experimentado de las leyes físicas y de la vida, tenemos suficiente para pensar en un diseño inteligente donde el azar no se concibe, sino por la combinación espontánea de esas leyes poderosas que el hombre ha ido encontrando a través de un recorrido en el tiempo por miles de millones de años y por el manejo paulatino en la educación de sus emociones que permiten reencontrarse con ese Dios.
A través del manejo de las emociones, entre otras cosas intrínsecas en cada ser viviente, aprendimos a distinguir el bien del mal, no por el azar, sino como fruto de una infusión de manos de quien nos dio el origen como especies fantásticas en la conformación de lo que hoy llamamos naturaleza y con la distinción y manejo de las emociones que convertidas en sentimientos aprendimos lo que son los valores morales que deben regir el destino. Sin un Dios no hay un fundamento objetivo para definir lo bueno y lo malo. Si somos buenos observadores nos damos cuenta cómo infinidad de personas a lo largo de la historia han afirmado experimentar la presencia de Dios, desde místicos hasta creyentes cotidianos.
La fe, que también parte de las emociones simples, al final, complementa la razón y permite una conexión más profunda con lo humano como principio, con lo extraordinario, con lo imposible y finalmente con la divinidad que le apunta a un creador consciente.
Aun así, y considerando el bien como último fin entre los mortales, en esencia, y viendo lo que ocurre en nuestro entorno, en nuestro medio, en nuestro mundo ante tanta criminalidad, ante tanto desastre, ante tantas guerras e ignominias, ante tanto odio del hombre contra la naturaleza misma, me hace pensar que Dios anda de vacaciones permanentes, y está descuidando la administración de este pequeño espacio sobre el universo que llamamos tierra, que no quiere que sus socios o la destruyan o terminen buscando coadministradores para que le ayuden en tan dispendiosa tarea de infundir nada más que el sentimiento de amor en toda la humanidad.
Me preocupa la ausencia de Dios, creo que necesita ayuda, pues se le está saliendo el mundo de las manos y no me gustaría compararlo con el político inconsciente que de buena fe pregona soluciones y cuando adquiere el poder se da cuenta que no puede cumplir con lo prometido por razones de tropiezos con sus mismos electores, de sus mismas normas y de sus opositores, y aun dejando a un lado sus intereses personales le es imposible lograr el control social.
Por la ausencia de Dios lloró Nietzsche y bajo las lágrimas fue cuando se dio cuenta que Dios era más humano de lo que él pensaba y se estremeció al ver frente a él un caballo y al cochero que lo castiga con el látigo. Nietzsche va hacia el caballo y, ante los ojos del cochero, se abraza a su cuello y llora. ¡Allí se encontró con Dios! Dios está en todas las cosas, todo está en despertarles la fe.
Por Fausto Cotes N.