Un borracho seduce con sus discursos nocturnos a una joven inocente, una mujer pinta el fuego de su tristeza en la bandera nacional y una niña muere porque un confite azuloso estalla en su estómago. Mary Daza Orozco cautiva con su prosa poética, reveladora. Sus historias son aullidos angustiosos contra la violencia, pero también son una cartografía de las pasiones efímeras. “Es más peligroso escribir sobre el amor que sobre la guerra”, indica con determinación.
Mary está sentada en un sofá blanco. Usa una blusa plateada, un jean azul cielo y unos tenis muy parecidos a los Converse. Vive en el edificio Brasilia, al norte de Valledupar. Su apartamento está adornado con pinturas de Julio González, Willy Ramos, Alejandro Reyes y Douglas Mendoza. Aquí mismo residió Ricardo Palmera antes de convertirse en Simón Trinidad, antes de esfumarse en la selva. Yo estoy postrado en otro mueble, frente a Mary, con una agenda y un lapicero en las manos. Detrás de mí hay una enorme ventana que da al centro de la ciudad, ahí afuera ruge la soledad de los domingos y huele a lluvias de mayo, a tormenta.
—En su libro Cuentos en Consignación hay títulos hermosos como Ojos de paisaje, Divino rufián y El orador nocturno. Siempre he pensado que usted tiene un don especial para rotular sus obras.
—Yo comienzo a escribir y cuando veo una frase que me gusta, una frase que no parece escrita por mí, hago una pausa y me digo: “este es el título”. Cuando Heroína Jiménez le dijo a Adiel Marín: “los muertos no se cuentan así, porque es de mala suerte”, supe que había encontrado el título de esa novela. Los personajes son quienes me dan los títulos.
—Este libro está atiborrado de frases de autores como Juan Ballester, Bertol Brecht, Rubén Darío, Luis Mizar, Diomedes Daza: ¿tiene algún tipo de obsesión con los epígrafes?
—Me gustan mucho, pero no los veo como una obsesión. El epígrafe le da una idea al lector sobre la lectura, le da una especie de pauta. Por ejemplo, cuando cito el verso de Emiliano Zuleta Díaz: “desde cuando vine al mundo / tengo amores con mi acordeón”, el lector sabe con antelación que el cuento hablará sobre música vallenata. Cuentos en Consignación también es un libro de epígrafes y como dice mi amiga Piedad Bonnett: los epígrafes son bellos.
—¿Sus cuentos pueden encasillarse en el realismo mágico de García Márquez?
—Cuando Diomedes Daza (poeta vallenato que fue asesinado en 2001) venía a visitarme se paraba durante varias horas al pie de esa ventana a observar la ciudad y a hablar de todo un poco. Yo me quedaba sentada en este mueble mirando su espalda, oyéndolo. Un día me dijo: “Gabo nos hizo un gran mal, Mary. Cada vez que escribimos algo sobre el Caribe dicen que lo estamos imitando”. Sí, García Márquez marcó a toda una generación de escritores, pero no podemos reducir el Caribe a su prosa. Él influenció mi obra, pero también lo hizo Kafka, Rulfo, Bioy Casares y las historias del Caribe. Y el Caribe no solo es Macondo sino también Villanueva, Manaure y Valledupar, que son mis universos literarios.
—Los cuentos Las manos del acordeonero y Mi novia pinta arreboles hablan de amores intensos, pero volátiles y frustrados: ¿para usted el amor es así?
—El amor no es eterno. Esas parejas que llegan a los sesenta años de casados lo hacen por la fuerza de la costumbre, por la compañía, por la amistad. El amor pasional es flor de un día, mientras más fuerte, es más breve. Hay una frase en mi novela Lo que tú quieras que lo resume todo: “lo malo de amarse es tener que separarse”. He ahí el verdadero amor.
—¿Las crónicas breves que aparecen en Cuentos en Consignación son realmente de viajes o más bien son personales?
—Las crónicas de viajes son personales. Siempre que voy a un lugar que hace tiempo quería conocer me invade la nostalgia y la nostalgia me conduce a la escritura —hace una pausa, mira hacia la ventana y suspira hondo—: está tronando y eso no me gusta.
—Varios críticos dicen que su mejor obra es Los muertos no se cuentan así, pero a mí me gusta más Cuando cante el cuervo azul —intento calmarla esquivando el tema de los truenos.
—Cuando cante el cuervo azul es una novela poética, pero con una historia verdadera —aunque Mary trata de reponerse, no deja de verse algo angustiada—. Mientras que Los muertos no se cuentan así es una novela periodística y política. Ambos libros tienen como eje la violencia, pero son diferentes en el tono, en el tratamiento. Ahora bien, parafraseando a Vargas Llosa, tengo un amor especial por Rosas contra tu cara porque fue el libro que más trabajo me costó escribir, es muy autobiográfico.
—¿Qué papel cumple la violencia en su obra?
—Mi propuesta estética se fundamenta en la denuncia de los actos violentos: ¿por qué?, porque dondequiera que me he sentado a escribir siempre ha habido un telón de fondo lleno de sangre, de muertes. Esta es una realidad que no he podido eludir como escritora ni como colombiana. Cuando tenía seis años vi a dos hombres matándose en Villanueva: Tite Socarras, el de los cantos de Escalona, y su suegro. Tite cayó agonizando en la calle frente mi casa y no volví a salir en la noche a jugar a la ronda en ese sitio. Ahí vi mi primer muerto por violencia y desde entonces estoy viendo eso.
—Quien denuncia la violencia realiza un acto político: ¿usted es de izquierda o de derecha?
—Yo soy escritora… A mí lo único que me interesa es que Colombia esté en paz, pero lo que hizo Santos fue un disparate —advierte que ahora está tomando partido, pero que no es uribista—. No hubo un consenso con el pueblo, el plebiscito no se respetó. Quiero una paz como decían Darío Echandía y los abuelos: “donde se pueda salir a pescar en la noche”.
—A quién prefiere: ¿a Uribe, a Santos o a Petro?
—A ninguno. Yo no me voy hacer matar por ellos.
—Bueno, entonces a quién prefiere: ¿a Vargas Llosa o a García Márquez? —pregunto con cierta malicia.
—A los dos. Vargas Llosa raya en la perfección mientras que Gabo es un genio inventor —empieza a caer un estrepitoso aguacero y Mary empuña las manos y se estremece al ritmo de los truenos, que ahora son más constantes y fuertes.
—¿Qué significó Guillermo Cano para usted? —lucho contra los ataques de la tormenta.
—Trabajé durante veintitrés años en El Espectador. Guillermo Cano fue mi maestro, mi protector, mi padre en el periodismo —cada vez se notan más sus esfuerzos por llevar el hilo de la conversación—. Tengo muy lindos recuerdos de él y de Antonio Andraus Burgos, primo del maestro Roberto Burgos Cantor: ¿leíste lo que escribí sobre el maestro Burgos?
—No.
—Dije: “lo conocí personalmente y me enamoré de él En el patio de los vientos perdidos” —exclama y suelta una sorpresiva carcajada que se confunde con los truenos.
—¿Qué está escribiendo ahora?
—Tengo dos novelas terminadas que próximamente publicaré: Detrás del patio y Memorias de una sobreviviente de El salado. Y estoy escribiendo otra que se llama Más allá del contrabando —de repente se queda callada, vuelve a mirar hacia la ventana y dice—: tengo mucho miedo.
—¿Por qué?
—Porque el cielo tiene rabia.
—No se preocupe que no voy a dejarla sola —digo con cierta firmeza.
Son las siete y veinte de la noche, la lluvia furiosa no cesa. Mary me ofrece una gaseosa, una copa de vino. Solo quiero oírla, seguir escrutando en sus ojos la soledad de Oceana Cayón, el infortunio de Beliza y el delirio de María Olvido. En una de las crónicas de Cuentos en consignación, Diego Rivera expresa sobre Frida Kahlo: “…es ácida y tierna, dura como el acero y delicada y fina como el ala de una mariposa”. Así es la narrativa de Mary: escribe contra el salvajismo con la sutileza de la poesía.
Ahora Mary me invita a su biblioteca. Trataré de distraerla preguntándole por su amistad con Clemencia Tariffa y la locura de Virginia Woolf. Ella resolverá todas mis dudas, pero seguirá sufriendo con los juegos pirotécnicos de Dios.
Por Carlos César Silva / EL PILÓN