Una mujer tendida en el centro de la calle desata el llanto desesperado de un niño. Una mujer, con su cuerpo echado a la tierra ya no puede abrazar al niño que agarra a patadas y puños las latas que sirven de pared a una casa vecina.
Una mujer vestida con su ropa de diario, ahora teñida de los colores que la sangre ha impuesto, yace sobre el camino de arena y piedras y con su rostro vuelto hacia el niño recibe sus gritos sin poder consolarlo.
Un tumulto acompaña al niño de cerca, llora en silencio y apenas se mueve para no interrumpir la rabia con que el huérfano le reclama a la vida la muerte de su madre.
Una mujer, que nunca ha tenido nada, solo sus ideas y su palabra, no merece vivir porque puede cambiar las conciencias, en un país donde no hay afrenta más grande que pensar por sí mismo.
Un niño se ha quedado solo y en adelante sus días serán solo la extrañeza de su madre, de quien ya nunca recibirá su alimento, ni su risa, ni su baile.
Un país entero llora con el niño, mientras una vicepresidenta teclea “Ay, ¡qué pesar!, ¿hay más amenazados?”