“Pero cuando se vio en angustia, oró al Señor, su Dios, y se humilló profundamente en la presencia del Dios de sus padres. Oró a él y fue atendido”. 2 Crónicas 33,12-13.
Esta es la historia del reinado de Manasés, quien reinó durante cincuenta y cinco años en Jerusalén. Luego de la desaparición de las diez tribus del norte, conquistado por la política expansionista del imperio Asirio, Manasés asume el trono de la parte sur del país, como el rey número catorce de Judá.
Tenía una inmensa responsabilidad histórica puesto que sucedía a Ezequías, el rey de las reformas. Sin embargo, fue inferior al llamado de la historia e “hizo lo malo ante los ojos del Señor, conforme a las abominaciones de las naciones vecinas”. Es decir, Manasés aceptó e incorporó a su reinado las detestables prácticas de los cananeos: reedificó los lugares altos, levantó altares a los baales, hizo imágenes y adoró el ejercito del cielo, empotró ídolos, pasó a sus hijos por el fuego ofreciéndolos a los demonios, puso una imagen fundida en el Templo, persiguió a los fieles. En fin… hizo extraviar al pueblo de los caminos del Señor.
Dios lo juzgó, los asirios lo apresaron con grillos y atado con cadenas, lo llevaron cautivo a Nínive. Era costumbre llevar a los capturados mediante un gancho pasado por la nariz o por la boca, para luego hacerlos trabajar como esclavos en condiciones de extrema crueldad. Fue precisamente durante este período que Manasés elevó al Señor su súplica. Angustiado y humillado le pidió perdón al Dios de sus padres y clamó que lo librara de su tormento. Dios oyó su oración y fue restituido a su trono en Jerusalén. Manasés profundamente arrepentido reconoció la soberanía de Dios e implementó una serie de reformas tendientes a recomponer el camino de servicio y fidelidad a Dios.
Amados amigos lectores: dos grandes lecciones podemos entresacar de esta historia. La primera es que no importa cuán profundamente haya caído una persona de la gracia de Dios, el camino para volver nunca está cerrado. Dios es misericordioso y compasivo, el clamor del arrepentido llega inmediatamente a su corazón, aun cuando sus caminos hayan sido abominables. Toda vez que nos humillemos y arrepintamos, él estará dispuesto a intervenir para restaurar lo que nuestra maldad e indiferencia han destruido.
La segunda lección es el resultado final de este proceso doloroso. Manasés reconoció que el Señor era Dios. El Señor es un vencedor, no está haciendo ensayos con nosotros, y siempre sacará lo mejor, procurando que más allá de las dificultades que podamos atravesar, quiere que le reconozcamos como nuestro Señor y Salvador personal. Esa experiencia de conocer personalmente al Señor no tiene precio, aunque la hayamos obtenido por medio del dolor, las lagrimas y el sufrimiento.
Recordemos: en situaciones de angustia y tormento, humillemos nuestro corazón delante de su presencia y aceptemos su señorío para que seamos restaurados.
¡Siempre que oremos, seremos atendidos!
Un abrazo cariñoso…