Magola Moreno siempre fue lo que ahora finalmente es: una pintora. Dibujó desde niña, pero luego de cuarenta años de obediencia y de superar sus propios miedos entendió, o aceptó, lo que dice aquel personaje de Almodóvar, La Agrado, en Todo sobre mi madre: “Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que siempre soñó de sí misma“. No aprendió pintura en la academia, no acudió a cursos ni contrató tutores. Nadie le enseñó a hacerlo, salvo su propio ojo, el ojo entrenado que aprende a distinguir la paja del trigo.
Educó su mirada creciendo entre las pinturas primitivista de su mamá, Mayra Paba, y la colección de arte de su papá, Ricardo Moreno, quien alguna vez tuvo una galería en Barranquilla llamada Atenea en la que expuso por primera el pintor Cristo Hoyos su obra. Ella tenía diez años, y tanto la impactaron esos retratos en plumilla de mujeres árabes en entornos domésticos, muchas veces paseó entre ellos, que podría firmarse que ese fue el verbo que hubo en su principio: “Ahí sentí por primera vez la necesidad de pintar”, afirma en la pequeña cabaña en la que vive en Pueblo Bello desde hace más de cinco años.
Fue viendo arte que comenzó a hacer arte. Viendo arte pictórico, pero también esculturas y precolombinos en la casa familiar en Puerto Colombia. Creció en un ambiente sofisticado en el que se confundían los placeres estéticos entre cuadros de Barrera y de dos grandes amigos de su papá, Alejandro Obregón y Norman Mejía. Y no solo viendo. También escuchando hablar de Rómulo Rozo, entre otros artistas, el que inauguró el arte moderno en Colombia. Su más famosa obra, Bachué, fue un regalo de su abuelo Guillermo Moreno, heredero de una rica familia de Santodomingo, Antioquia, a su señora, Magola Arjona. Cuando era niña, Magola Moreno le tocaba las nalgas cada vez que pasaba frente a ella en la sala de su casa.
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Juntar el nombre de Santodomingo con el apellido Moreno de inmediato remite a La marquesa de Yolombó, la novela costumbrista de Tomás Carrasquilla que cuenta la historia de Bárbara Caballero, una mujer de mediados del XIX que recibió el marquesado como pago por los favores que prestó a la Corona con el oro extraído de su inmensa mina. Ella y su marido, Martín Moreno, son los antecedentes de una de las genealogías más tradicionales y prestantes de Antioquia. De hecho, en el siglo antepasado se decía: “Los Moreno de Santodomingo son los blancos de Medellín”. Magola Moreno no guarda ninguna relación con su hoy ya muy lejana familia, ni tampoco con Medellín. Y, curiosamente, no pinta gente blanca. Lo suyo es lo moreno. No lo afro. Lo mestizo.
Magola Arjona de Moreno, su abuela, enviudó a los 28 años. Con su inmensa fortuna se fue a París antes de la Primera Gran Guerra. Tuvo también un apartamento en los Hamptons, en Nueva York, y fue dueña de una isla en el río Magdalena antes de regresar a vivir en Puerto Colombia luego de la Segunda Guerra Mundial. Allí tuvo tres hijos: Clara, Guillermo y Bernardo. Este último con un conde alemán. En Barranquilla se convirtió en un personaje literario. Su nombre no se lee en “En diciembre llegaban las brisas”, pero quienes la conocieron saben en qué momento se refiere a ella Marvel Moreno en su más famosa novela. La fortuna desapareció, no hay que entrar en detalles, y la doña, que nunca antes trabajó, terminó sus días empleada en el almacén Sears. Murió a los 58 años, con el rostro avejentado por los dos paquetes de cigarros que fumaba cada día.
Magola, la nieta, nació y creció en Barranquilla. Del bachillerato pasó a estudiar diseño gráfico en la Arturo Tejada. De ahí saltó a trabajar en publicidad, haciendo copy, que era lo que más la divertía y donde mejor le pagaban. Pasó a directora creativa en MPC Publicidad por siete años, luego otro tiempo igual en Cristian Toro, ambos en Bogotá, y otros siete con Ricardo Chams en Signo21, en La Arenosa, donde manejaba la cuenta de Puerto Barranquilla. Durante seis meses cayó en una crisis existencial en la que por primera vez se le dio por pintar.
En 1997 conoció al pintor barranquillero Gustavo Turizo. Una amiga suya le había cedido a él un espacio para que montara su estudio en el mismo edificio en el que ella alquiló un apartamento. La vecindad los amistó en un ambiente cómplice y fiestero en el que ella también conoció a otros personajes de la bohemia y la noche de su ciudad, como Marco Mojica y La Nórdica, una famosa drag de la época. Fue entonces cuando por primera vez tuvo un pincel en sus manos. Alentada y auspiciada por Turizo, en el año 2000 entró directamente a pintar en óleo durante aquellos seis meses de crisis.
Volvió a trabajar en publicidad. Esta vez en Sonovista, con los Char, durante seis años. Se independizó y montó agencia propia. La cerró porque quedó en el aire: de repente se encontró con que no sabía qué hacer con su vida, una crisis existencial más fuerte que la anterior que la llevó dos años a vivir en Cali creyendo haber encontrado el verdadero y definitivo amor. No hubo tal. Pero el destino le dio otro vuelco a su vida. Miguel González, el curador del Museo La Tertulia que había visto algunos cuadros suyos en su cuenta de Instagram, le ofreció un espacio para hacer una expo al año siguiente. Era la oportunidad que ella estaba buscando sin saber que estaba buscando una oportunidad.
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En realidad, Magola desafiaba por entonces la desesperada más total. Su amiga vallenata Cecilia Villazón le ofreció un río donde bañarse para soltar todas esas malas energías. “Un día la visité por primera vez en Valledupar”, cuenta. El avión aterrizó a las cinco de la tarde y vio por primera vez, en lo profundo, la Serranía, esa montaña larga que de lejos se ve anaranjada, lila, violeta. Como si fuera un paisaje de René Magritte. La vi y murió, afirma. Tanto, que no olvida la fecha: 13 de diciembre de 2019. Se encontró con la mexicana Ivone Medina, una chamanga que había venido al país a hacer una sanación invitada por uno de los Echavarría de Medellín. Al llegar a la casa donde se hospedaría encontró a Cecilia Villazón organizándola para el Año Nuevo y de inmediato se le sumó a ayudarla. Celso Castro las encontró a ambas en modo Cenicienta y se ofreció a ayudarla a confirmar su talento en la pintura.
Mientras subían a Pueblo Bello, Magola terminó de enamorarse de la región. “Alucinaba”, afirma. “No podía creer tanta belleza”. Lo que más recuerda de ese día es el fresco olor de la tierra húmeda. Del petricor, como lo define el diccionario. Consiguió un cuarto para vivir, que poco a poco fue agrandando hasta terminar siendo la casita de tres espacios que es hoy. Pasó allí la pandemia. Sola. Completamente sola. Dedicada por completo a la pintura. “La liberación está en uno mismo, no en ninguna de esas tantas partes en las que suelen buscarla” me cuenta con una energía incombustible. Como antes hiciera Turizo, Celso Castro la ayudó a decidir lo que sabía que debía hacer, pero que no era capaz de asumir por el miedo a no tener de qué vivir, el miedo a ser pintora y no poder mantenerse con su trabajo. Como a veces sucede, la decisión fue, en sí, más importante que la acción.
Magola es una mujer extremadamente sensible que al filo de sus cuarenta años se replanteó la vida, rompió con las formas como hacía las cosas y se impuso un mundo creado por ella misma y moldeado según sus propias experiencias y creencias vitales. De allí brotan los personajes de sus obras, tan coloridos. Y esos cuadros repletos de intertextos, pues cada uno recuerda la obra, o las obras, que la influyeron en la infancia y que ella copiaba como homenaje a sus maestros.
A Magola le parece perfecto incomodar. A mi amigo Diego Guerrero le contó en una entrevista: “En esta sociedad patriarcal, ¿qué más incómodo que el cuerpo femenino? Y, si el cuerpo femenino es negro, es doblemente incómodo”. Le gusta también hacer cosas salidas de contexto, esto es, que no quede claro si eso que pintó es una mano, o si así es esa mano, o de donde salió esa mano. “Hay que hacer en la pintura”, aduce, “lo que uno no puede hacer en la vida real”. De eso se trata todo. De no resolverle nada a los demás.
Volvió a Cali a exponer. Vendió sus primeros diez cuadros, los que le dieron la confianza para creer que podía vivir del arte. Y ahí va. “Hago mi camino en la pintura aprendiendo de los errores, en una permanente búsqueda de mi propia voz a través de cómo pinto lo que pinto”, dice. Por ahora, sus óleos la ayudan a solventar su sobrevivencia. El éxito comienza a sonreírle y, ¿quién sabe? Quizás algún día cuesten lo que cuesta hoy un Botero. Como sabe que el arte es diez por ciento inspiración y noventa por ciento transpiración, es trabajadora y muy disciplinada. Actualmente prepara una gran muestra para el año que viene basada en la tesis del pensador Yuval Harari, quien afirma que las ficciones son las que han conservado viva la especie humana. De esto hablaremos ambos en la charla de esta tarde.
La pintora barranquillera da una charla sobre su trabajo por primera vez en Valledupar en el marco del proyecto FormARTE, el cual busca desarrollar habilidades artísticas en niñas, niños y adolescentes, dinamizar la cultura en la ciudad y generar espacios de formación de públicos promocionando el conocimiento de las artes, como parte del programa nacional Sonidos para la Construcción de Paz en alianza con la Fundación Batuta, la Orquesta Filarmónica del Cesar y la Feria de Arte de Valledupar (ArtVa). La charla será esta noche a las 6:00 pm en la Orquesta Filarmónica del Cesar. Entrada libre.
Por: Alonso Sánchez Baute.