Por Marlon Javier Domínguez
En la liturgia de la palabra de este domingo se nos enseña qué cosa es la humildad, cuán necesaria es y cuán agradable resulta a los ojos de Dios y de los hombres.
Contrario a lo que podría pensarse, la humildad no es sinónimo de debilidad, sino de fortaleza; y no se trata de un “auto desprecio” disfrazado de virtud, ni de meras acciones externas.
La humildad es la profunda conciencia de nuestro propio ser y del ser de los demás, reconocer que somos tierra (“humus”, en Latín), que no dependemos exclusivamente de nosotros mismos, que necesitamos de los demás y ellos también nos necesitan, que estamos dotados de muchas capacidades pero que también tenemos falencias, que muchas cosas hacemos bien, pero también en muchas otras erramos. La humildad, como diría Santa Teresa, “es la verdad”.
A lo largo de la historia podemos contemplar el ejemplo de muchas personas que han sido verdaderamente humildes. Mencionaremos sólo dos, por motivos de espacio: Un discípulo y el Maestro.
En el siglo XVI vivió en Italia un hombre llamado Felipe, un espíritu aventurero e inquieto buscador de la verdad, protector de la juventud, alegre y entusiasta defensor de la pureza. Afirmaba que la mejor manera de conservar y cultivar la pureza es la alegría. ¡Vaya novedad! En una sociedad religiosa acostumbrada al sacrificio, Felipe pregonaba los beneficios de reír y estar felices.
Era, además, un hombre sumamente humilde y ello se manifestaba en el reconocimiento de sus límites y debilidades. Solía decir a Dios en la oración: “Señor, no te fíes de mí.
Señor, ten de tu mano a Felipe, que, si no, un día, como Judas, te traicionará”. Era consciente de su pequeñez y ello le llevaba a ser manso y paciente en su trato con los demás.
Un día, mientras pedía limosna para el instituto que dirigía, un hombre le propinó una bofetada y él, con una sonrisa en el rostro y sobándose la mejilla, le dijo: “Bien, ésta es para mí, ahora dame algo para llevar a mis muchachos”.
Jesús es el modelo acabado de todas las virtudes y, por tanto, también de la humildad. Siendo Dios quiso abajarse para asumir nuestra naturaleza con todas sus debilidades, y enseñarnos así una verdad que sobrepasa el tiempo y el espacio.
¿Alguien quiere saber qué es la humildad? Mire a Cristo, el hombre que se cansa y sufre, que llora y siente hambre, que se dedica al servicio de los demás; el Mesías enviado por Dios y esperado durante siglos por la humanidad pero que, sin embargo, no va por ahí regodeándose de ser importante, exigiendo atenciones y reverencias, haciéndose esperar, ni mirando a nadie por encima del hombro. Con humildad acogió a los pecadores, corrigió a los equivocados, denunció las injusticias, aceptó los rechazos, abrazó la cruz y ¡también con humildad! Resucitó de entre los muertos. La humildad es la verdad y la Verdad es Cristo.
Esforcémonos por cultivar la virtud de la humildad, sabiendo que ella consiste esencialmente en tener la justa estima de los demás y de nosotros mismos. Somos iguales ante Dios. Permítaseme citar a Julio Flórez: “…vuestras carnes se pudren y, en las fosas, todos los esqueletos son iguales”.