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Maestro orgulloso

He dedicado mi vida a la educación. Desde que empecé tercer semestre de Jurisprudencia en la Universidad del Rosario, inicié mis andanzas profesorales. Desde enseñar Inglés y asignaturas como Ciencias Naturales, Sociales y Matemáticas, hasta dictar Constitucional General en pregrado en mi alma máter, y ahora, Mercadeo en la maestría de Dirección Y Gestión de Instituciones Educativas de la Universidad de La Sabana, cada segundo de cada minuto de mis días, desde finales de julio de 1996, ha estado destinado a trabajar por la construcción de un mejor futuro para todos a través de la educación.

De aquello de lo que, en su momento, la política me apartó, fue la educación, este noble oficio, la que me permitió acercarme a la gente, a niños, jóvenes y adultos, para soñar juntos y esforzarnos, en equipo, para crecer. Esta labor me ha llenado de satisfacciones: 5 colegios -uno de ellos en el que estudié- y 2 universidades, identificaron fortalezas que gracias a Dios tengo y, al confiar en mí, me comprometieron a desplegar todo lo que soy para acompañar a otros, los estudiantes, sus familias y colaboradores, a escribir su mejor versión.

A veces, lamentablemente, dudo si elegí el mejor camino para transformar. La educación es desagradecida, a veces el desgaste que uno asume por jugársela para exigir y llevar a otros a ser mejores termina pasando cuentas de cobro que pueden resultar impagables. El estar en boca de muchos es complejo; cualquier cosa puede decirse de uno, nuestra integridad y profesionalismo son juzgados sin piedad por las comunidades a las que servimos. Sin duda profesores y directivos docentes nos dedicamos a esto por un tema especialmente vocacional: la educación implica servir y se nutre de eso mismo, del servicio. 

No les niego que por momentos dudo y pienso que pude haberme equivocado al haber decidido no ejercer el derecho y dedicarme, más bien, a educar y formar a otros. Pero cuando recuerdo las sonrisas de mis estudiantes, de segundo de primaria, cuando les hacía chistes en clase o cuando llegaba a acompañarlas un rato en sus celebraciones de primera comunión, las dudas se disipan; cuando recuerdo que muchas de mis estudiantes de bachillerato, a las que les dicté Introducción al Derecho, hoy son abogadas, olvido también esas dudas. Cuando recuerdo el vínculo que pude construir con varias de las familias de mis estudiantes, personas maravillosas que de otra manera jamás hubiera conocido, retomo fuerzas. Cuando celebro los triunfos y éxitos de quienes fueron mis pupilos en la universidad, trato de identificar, directamente, en qué pude haber colaborado yo para esos logros. 

Cuando tengo la oportunidad de recordar los nombres de las personas con quienes he trabajado a lo largo de estos 28 años, toco el cielo y, por el contrario, me siento bendecido. Ojalá cada persona a lo largo de su vida tuviera la oportunidad de ser maestro en algún momento; tener la gran responsabilidad de aprovechar el tiempo para que otras personas construyan un proyecto de vida que les genere satisfacciones, bienestar emocional y orgullo, es desafiante y a la vez genera temor. Pero con el paso de los años, al verme canoso ante el espejo y con una que otra arruga, mi corazón se alegra y late más deprisa. Esto es duro, sin duda lo ha sido, pero es lo que es; aquello que elegí como proyecto de vida, por lo que me la jugué. 

De la educación he recibido tanto, pero tanto, tanto, que hasta esposa me permitió encontrar. Mi esposa, maestra como yo, luchadora incansable -eso sí más que yo-, convencida de que llevar a una institución educativa por el camino correcto transforma la vida de quienes hacen parte de su comunidad educativa, me ha acompañado personalmente en algunos de estos retos. La educación nos permitió conocernos, enamorarnos, casarnos y trabajar juntos, de la mano, para encontrar en otros la satisfacción de haber vivido, hasta ahora, una buena vida.

El reto gigante hoy son los estudiantes, sus familias y atender, desde un enfoque psicoeducativo, sus necesidades, sus dolores, sus expectativas. ¡Vamos por más!

Por: Jorge Eduardo Ávila

Categories: Columnista
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