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Madiba (abuelo), y el Papa

Rodrigo López Barros

El legado humanitario de Mandela, y el que está ofreciendo el Papa Francisco (ambos no Europeos), dos hombres verdaderamente excepcionales del siglo XX (siglo terrible por varios aspectos) y comienzos del XXI, tan profundamente humanos, tan distintos al del 99.99% de sus congéneres políticos (que por todas partes tontean y que por su incompetencia, son las causas de los problemas que abruman al mundo); tan extraordinariamente ejemplarizantes, como ya es de público conocimiento universal, son altamente esperanzadores.

En ellos han encontrado comprensión y apoyo real, los pobres e indigentes que buscan socorro y amor hace milenios de años hasta el atormentado presente por tantos dramas que lo agobian; pero esos dos hombres les han devuelto el sentido de la vida y la confianza.

Recientemente el Papa ha escrito y divulgado su exhortación apostólica EvangeliiGaudiun, la Alegría del Evangelio, cuya lectura, que recomiendo al máximo, es ciertamente un rosario de temas realistas, de total interés público, en todos los actos del quehacer humano – religioso, y aún no religioso. Ya es un clásico del humanitarismo.

En esta columna, a manera de abrebocas, transcribo el aparte intitulado “No a una economía de la exclusión”.

“Así como el mandamiento de “no matar” pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir “no a una economía de la exclusión y la inequidad”. Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas; sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del “descarte” que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son “explotados” sino desechos, “sobrantes”.

En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del “derrame”, que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad del mercado, logra provocar por si mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hachos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detectan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos antes los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera”.

rodrigolopezbarros@hotmail.com

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