Por. Marlon Javier Domínguez
Durante los pasados días de Semana Santa tuve la oportunidad de asistir como un feligrés más a las celebraciones propias que conmemoran la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, ello me permitió acercarme a lo que realmente sienten y experimentan quienes se encuentran del otro lado del púlpito. Les comparto mis subjetivas impresiones y les confieso que me sentiría sobremanera honrado si, por lo menos, son recibidas “con beneficio de inventario”.
Sentido religioso y apertura a lo sagrado: Nuestro pueblo está impregnado de un profundo sentido religioso heredado de aquellos tiempos en los que, durante los días santos, ni siquiera era permitido, por respeto, realizar las más pequeñas de las tareas domésticas. La mayor parte de católicos vive la Semana Santa en clima de recogimiento, participando en las celebraciones litúrgicas y en los actos culturales anejos a ellas. La piedad pulula por las calles, en los templos, en las procesiones y al interior de los hogares. El gran peligro a evitar es convertir la Semana Santa en mera tradición, repetición de palabras y actos vacíos, ríos de personas que peregrinan por las calles o incluso de un pueblo a otro sin saber por qué ni para qué. La piedad de nuestras gentes debe ser verdaderamente evangelizada, “los cristianos de a pie” necesitan verdaderas catequesis mistagógicas y no meros reproches morales que, desde el púlpito o desde cualquier otro sitio, saben más a discursos leguleyos que a Evangelio divino. La tradición religiosa, por importante que sea, si no va acompañada por la fe, tarde o temprano desaparecerá.
Deseos de liberación: Si hay algo que nos caracterice como seres humanos es el deseo de libertad, entendida esta no sólo como la supresión de las cadenas físicas y los barrotes de hierro, sino también como la supresión de la injusticia social, la inequidad, la violencia física o verbal, la falta de oportunidades laborales y académicas, el deseo de verse libre de la opresión del mal, tanto en la vida personal como en las estructuras sociales. Todo ello constituye el ambiente propicio para presentar el mensaje del Cristo redentor, que con su muerte destruye nuestras esclavitudes y abre nuestras prisiones, el Cristo que vence el pecado y nos abre las puertas del cielo, pero que también nos abre el camino a una vida más justa, el Cristo pobre que se compadece de los pobres y marginados y para quien la injusticia no es una opción. El mensaje evangélico debe tener profunda incidencia en la vida cotidiana de nuestros pueblos y convertirse en verdadero instrumento pacificador y humanizador de nuestros días.
Anhelos de paz: Ciertamente estamos hartos de tanta guerra, violencia y destrucción, nuestros pueblos anhelan la paz, una paz estable y duradera, una paz fruto de la justicia que haga posible la convivencia aún en medio de nuestras diferencias ideológicas o políticas. ¿Cómo no presentar a Jesús como supremo pacificador de la humanidad, como cordero manso que soporta la injusticia y la violencia para traernos la paz?
Nuestro pueblo desea la paz, quiere ser libre y anhela descubrir lo sagrado, evidencia en sus ojos “deseos de aire libre, de construir cabañas junto al cielo”, nuestro pueblo quiere a Cristo y a Cristo resucitado, verdadera respuesta a los grandes interrogantes que afligen la vida humana, no evasivas y distractores que calmen momentáneamente la comezón de una conciencia inquieta, sino verdadera medicina del cielo que acabe con la más terrible de las enfermedades: el pecado y sus manifestaciones. ¿Es eso lo que recibe?