En los albores del siglo XV, previa autorización del Papa Sixto IV, los Reyes Católicos en 1478 implementaron una forma de castigo que consistía en aplicar formas de tortura a todos aquellos cristianos que se apartaran de la fe católica, y solo bastaba una acusación de sospecha de violación o contrariedad a los preceptos de la iglesia para ser enjuiciado.
Las penas iban desde ser quemado vivo, la horca, maquinas de tortura, hasta las más penosas formas de infringir dolor que hoy son inspiración para las obras cinematográficas que recrean aquellos oscuros tiempos.
Y es que solo bastaba que algún miembro del clero o del reinado gritara ¡herejía! para que de manera inmediata y bajo un juicio rápido y sin derecho a defensa alguna se activara el proceso que terminaba en la muerte horrenda del acusado, la gran mayoría de estas ejecuciones eran de mujeres a las que se les acusaba de hechicería (aunque fue abolida), hoy se ejerce de manera más sutil, pero con el mismo objetivo.
Los monarcas sabían que la única manera de evitar revueltas o que los súbditos perdieran toda posibilidad de organizarse era mantenerlos a raya y para ello era necesario mantenerlos en la ignorancia y bajo una sola doctrina de la verdad, verdad que por supuesto tenía una sola fuente y una sola vía de difusión, esto llevó varios acontecimientos históricos que no serán desarrollados por falta de espacio.
El hecho es que, con la llegada del internet, la globalización de la información y lo que el sociólogo canadiense Marshall McLuhan en 1962 denominó la aldea global, puso a la mano de la humanidad la información 365 días al año, 24 horas al día, dando un poder inmenso a los ciudadanos de controvertir, investigar y por supuesto formar su propia verdad, la misma que cuando está en contravía a la de los establecimientos se vuelve incómoda, entonces ¿Qué hacer para controlar a estos nuevos herejes?
En lo social se acude al rechazo o a la sanción moral, basta con que varios señalen a alguien cuyos conceptos o posiciones no están alineados a la galería para que se activen campañas de desprestigio, ridiculización, contra evidencia o usar todos los recursos disponibles para que eso que, a la luz de la lógica, el sentido común o contra todo argumento es una verdad, voltearla y hacer creer que el equivocado es el otro.
Científicos a los que se les expulsa de las asociaciones, médicos que demuestran la verdad de los tratamientos contra el cáncer, periodistas que desnudan cruda y dura la verdad, actores, cantantes, artistas y cualquier otro que ose contradecir las versiones oficiales, pagará muy caro su arrojo puesto que, tanto en el pasado como en el presente, la verdad no es una opción viable para todo el mundo.
Bajo esa perversa lógica y sabiendo que no hay mejor arma efectiva contra el ser humano que privarlo del deseo de pertenecer y de ser reconocido, asistimos pasmados ante la virulencia con la que se ataca al que expresa su desacuerdo, al que desafía a la versión oficial, a los que preguntan más de la cuenta y a los que no se conforman con ser del montón, pareciera tristemente que asistimos a la graduación de una generación que con tal de pertenecer renuncia incluso a aceptar que no hay nada más valioso que su vida y los elementos que la sustentan y al hacerlo acepta como normal los vejámenes morales y éticos a los que nos enfrentamos hoy, especialmente en estos días aciagos.
A propósito del tema, recordé a Dietrich Bonhoeffer un pensador alemán que reaccionó críticamente ante la noche de las ventanas rotas, una vez llegó a casa encontró que dos miembros de la policía lo esperaban para llevarlo a la cárcel y desde su calabozo se preguntaba cómo su país lleno de poetas, escritores y pensadores se había convertido en un pueblo de ladrones, cobardes y criminales y concluyó que el origen de esto no era la malicia sino la estupidez.
El no estar del lado de la mayoría no te hace su enemigo, oponerte a lo que no aceptas no te hace un paria, caminamos ciegos hacia el patíbulo y sin embargo aplaudimos sin sonrojarnos al verdugo, eso se llama estupidez.