¿Por qué se suicida un niño? Es la pregunta que me ha asaltado. Quizás los psiquiatras, sicólogos, sociólogos, los entendidos, tengan la respuesta, o sigan discutiendo sobre el tema; yo simplemente siento dolor y en medio de él llegan las elucubraciones: ¿Estaba su mente enfermita?, ¿sentía que este no era el mundo qué quería vivir?, ¿la primavera se le había escapado de las manos?, ¿olvidó cómo volar cometas, chutar canicas y contar los giros de un trompo?, ¿se inspiró en algún videojuego o en una tendencia trágica?,¿fue víctima del matoneo, hoy común en los colegios?, ¿le faltó un fuerte abrazo con su poder sanador, un tierno beso, un te quiero en el momento menos esperado? Son tantas las preguntas y ningunas las respuestas valederas.
Esto del suicidio parece endémico de nuestra región, no respeta edad. Conocidos y anónimos deciden morir entre tristezas o esperanza de un estado mejor. Cuando se trata de un niño el dolor alcanza niveles ardorosos y la culpa nos invade: ¿Qué hemos hecho del mundo?, ¿qué clase de vida se le ofrece a los jovencitos, qué clase de familia y de oportunidades?, ¿con qué clase de enfermedad hemos podrido al mundo de suerte que ya no tenga encanto para los que comienzan a vivir? ¿Qué se puede hacer, o quién, para evitar que los niños tomen decisiones tan terribles?, ¿qué se hicieron los programas gubernamentales para el desarrollo de una sociedad sana, que por lo menos alivie el hambre, la angustia, la pobreza con olor a abandono, la terrible depresión, todo eso que lleva a que el hombre de hoy esté más confundido que el de antes, esa confusión lo empuja a convertirse en un fugitivo de la realidad hasta cuando consigue desligarse para siempre de ella.
Los niños no deben entrar en ese mundo de desencuentro con la realidad, ellos deben pensar en la alegría de un hogar sereno, en aprender a ser felices con lo que tienen, a tener quién les ayude con las tareas escolares, a ver sus programas favoritos en la tele o en la Internet, a jugar y a pelear con los hermanitos, a ganar o a perder el año, a soñar con ser policía, astronauta, futbolista o acordeonero; a tener su mundo en donde el horror negro de la muerte violenta no entre, su mundo debe estar blindado por el amor de los que rodean, los único que pueden detectar si algo anda mal en sus cabecitas.
¡Ah!, los niños con su carga de ternura, y esos que se quisieron ir antes de tiempo ¿o era su tiempo?, unos jovencitos que comenzaban a andar con su morral lleno de flores frescas. Hoy mi columna va por ellos y donde estén seguramente encontrarán la luz azul y cálida, aclaradora del desatino que los llevó a su fatal determinación y la que les guiará a la placidez.
Por Mary Daza Orozco