Los aparatos electrónicos actuales, para relacionar a los hombres entre sí, individual o colectivamente, en cualquier lugar de nuestro planeta y progresivamente en otros espacios supralunares, conforman el mundo de las industrias de las tecnologías comunicativas, y están a disposición de todos aquellos que puedan adquirirlos.
Los humanos les profesamos una devota admiración y casi adoración como ocurría con los semidioses de la antigüedad, hoy justificados por su gran utilidad, ejemplo, en las actividades laborales, privadas y públicas. Pero muchísimas veces, también, se vuelven abrumadores para personas que quizá no sabemos usarlos eficazmente, y se tornan perniciosos en las llamadas redes sociales, respecto de mil cosas, donde cada quién se siente autorizado para conceptuar, así ignore algo propio de gente cabalmente enterada, y donde, generalmente, la decencia y la ética han hecho mutis por el foro, quizá definitivamente.
En ese cielo de comunicación electrónica ya es omnipresente el pontífice máximo del sistema, la inteligencia artificial, un dios omnisciente, que pretende pensar por nosotros los hombres, lo que no podrá, pues somos quienes los alimentamos con información. Sin embargo, esa mercancía industrial (cuando utilicé esta expresión en algún evento de la Feria del Libro, reciente, y recibí aplausos, me di cuenta que ese público, se la pilló, no traga entero, y esto me complace mucho), tiene el poder, que es el poder de los poderosos, para someternos más a sus dominios y hacernos clientes de sus mercados consumistas, para seguir domesticándonos, perdiendo nuestra propia capacidad de pensar y razonar y naturalmente nuestra libertad individual. Lo dicho salvando aquellos fines útiles y buenos que tienen para el hombre.
Es increíble la potestad dominadora del sistema industrial tecnológico cuando no mira más allá de sus propios intereses económicos, y se impone por encima de la conciencia y libertad humanas. He observado casos patéticos. Voy al banco, a una notaría, al Geográfico Agustín Codazzi, etc., etc., a cualesquiera oficinas públicas, y es la misma historia.
Un funcionario público respeta más, porque así se le ordena, a la máquina electrónica que por cualquier circunstancia fracasa en sus funciones que a un solicitante de servicio que cuenta con pruebas fehacientes para obtener lo que requiere. Digamos el caso de la huella digital cuando esta ya no es captada en el aparato por el deterioro natural de la piel, y sin embargo, el funcionario insiste en torturar al particular y agota un sinnúmero de pasos técnicos ridículos, a pesar de que por varias razones convincentes él conoce muy bien al solicitante, que sufre delante suyo. Sería cosa diferente cuando no lo conociese. Total, el tecnologismo por encima del humanismo. Apaga y vámonos. De modo que esos aparatos son torpes y dominan a los hombres si estos les someten su razón. No nos han enseñado a pensar, sino a creer, ahora a los aparatos electrónicos. No somos críticos, y esto es grave. rodrigolopezbarros.com
Rodrigo López Barros