Es probable que todos hayamos sido testigos – ¡y hasta protagonistas! – de alguna acalorada discusión bizantina sobre la virginidad de María o sobre los hermanos de Jesús. Distintas confesiones religiosas se acusan mutuamente de faltar a la razón o de tergiversar la verdad con la única intención de encontrar acomodo a sus doctrinas.
Lo cierto es que los cristianos de a pie (cualquiera que sea el matiz de nuestro cristianismo) nos vemos atrapados en medio de una vorágine de opiniones y razones con frecuencia ininteligibles mientras vemos crecer nuestra confusión. Hoy comparto con ustedes éstas líneas fruto de muchas lecturas, algo de meditación y una que otra discusión con mis amigos.
El relato del Evangelio que se lee en la Misa de este día (Mc 6, 1-6) nos muestra lo desconcertados que estaban los conciudadanos de Jesús al escucharle hablar en la sinagoga con particular elocuencia: “¿De dónde viene esa sabiduría y ese poder para hacer milagros? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿No viven aquí, entre nosotros, sus hermanas?”.
Y en otra parte de la Biblia leemos: “Un día Jesús estaba predicando y los que estaban sentados alrededor de él le dijeron: ‘tu madre y tus hermanos están afuera y te buscan’ ” (Mc 3, 32). A simple vista bastarían estos dos textos para dar la razón a quienes afirman la existencia de los hermanos de sangre de Jesús, pero faltaríamos gravemente a la justicia si no examináramos detenidamente tal cuestión. ¿Me acompañan a hacerlo?
Lo primero que hemos de considerar es que en Israel, en tiempos de Jesús, se hablaba el idioma arameo (que es como un dialecto del hebreo) y en las lenguas arameas y hebreas se usaba la misma palabra para expresar los distintos grados de parentesco cercano, como «primo», «hermano», «tío», «sobrino», «primo segundo», etc. Para indicar estos grados de parentesco, simplemente usaban la palabra «hermano o hermana».
Muestra clara de ello es que Abraham llama «hermano» a su sobrino Lot (Gén 13, 8 y Gén 14, 14-16) y Labán dice «hermano» a su sobrino Jacob (Gén 29, 15). Para evitar confusiones, sin embargo, la Biblia utiliza expresiones como «los hijos de tu madre» al referirse a los hermanos de sangre de algún personaje (Cf. Gén 27, 29). En ningún texto de la Sagrada Escritura se dice abiertamente que los «hermanos de Jesús» sean hijos de María.
En segundo lugar es preciso que consideremos dos escenas de la vida de Jesús que podrían arrojar un poco de luz sobre el tema: En el Evangelio de Lucas leemos que Jesús, al cumplir doce años, subió a Jerusalén junto con María y José (Lc 2, 41-52). Este relato no menciona ningún hermano de Jesús en sentido estricto, dejando entender que Jesús es hijo único.
Por otra parte, al momento de morir, Jesús confió su madre al apóstol Juan, hijo de Zebedeo, precisamente porque María quedaba sola, sin hijos propios y sin esposo. Para los judíos una mujer que se quedaba sola era signo de maldición. José había muerto, no había más hijos y el moribundo Hijo de Dios y también Hijo de María dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego le dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde entonces ese discípulo la recibió en su casa» (Jn 19, 26-27).
En tercer lugar debemos preguntarnos ¿Quiénes son, pues, esas personas que la Biblia llama «hermanos de Jesús» y cuyos nombres se mencionan (Santiago, José, Judas y Simón)? Tal vez otro día hablaremos de ello.
Post Scriptum: El Evangelio de hoy también habla de la fe. Evitemos el peligro, siempre latente, de concebirla como el asidero ilusorio al que intenta aferrarse quien considera que ya nada le queda; la fe no tendría que ser la última opción de una vida que inexorablemente se acerca a la muerte, sino la firme convicción de quien, consciente de su pequeñez y de la infinitud que le rodea, emprende con recta conciencia la búsqueda de un sentido para sí y para lo demás, encontrándose de frente con quien ya venía a su encuentro: Dios.