Por: Marlon Javier Domínguez, Pbro.
La liturgia de la palabra de este domingo nos presenta la teología de los dos caminos. El ser humano puede siempre elegir entre confiar en Dios y confiar en sus propias fuerzas, entre ser dichoso y ser desdichado, entre seguir el camino del bien y caminar por las sendas del mal. Dios ha dotado al hombre de capacidad de elección, de capacidad de decisión. Esto es algo que no podemos evadir, aunque a veces nos gustaría que otros eligieran en nuestro lugar para no cargar nosotros con las consecuencias de una elección; paradójicamente al mismo tiempo reclamamos autonomía y nos indignamos al advertir que nos arrebatan nuestro derecho a decidir.
Lo cierto es que cada día nos encontramos frente a dos realidades y optar se nos presenta como un imperativo. Nadie decidirá por nosotros, ni siquiera Dios aunque sepa qué es lo que más nos convenga en cada momento. Fuimos creados libres y hemos de usar la libertad. Sin embargo, en el interior del ser humano late el miedo a equivocarse, a tomar el camino errado y, por eso, ante la decisión se duda.
Todos hemos tenido la experiencia de equivocarnos, de hacer lo que no convenía y también de sentir el reproche de quienes creen no cometer los mismos errores. Quizá sea el pensar que Dios actúa como los hombres lo que nos lleva a sentir miedo cuando descubrimos nuestras falencias. Desde niños se nos ha dicho (con palabras y obras) que Dios premia al bueno y castiga al malo, lo cual no es cierto. El amor de Dios, sea cual sea la decisión que tomemos, no importa los errores que cometamos, siempre será igual, porque Él no se muda y no puede dejar de amarnos quien es el Amor mismo.
Los seres humanos amamos con un amor imperfecto y, por eso, nos enfadamos con quien nos falla y sentimos decepción de quien traiciona nuestra confianza, pero Dios no es así. Yo suelo decir a los niños “si te portas bien, Dios te quiere y si te portas mal, también”, y no se imaginan la alegría que esto les proporciona, cansados como están de que los mayores los amenacen con los castigos divinos.
Alguien pensará que podría esto patrocinar el relativismo moral, algo así como “hagamos lo que sea, al fin y al cabo Dios me va a querer siempre”. ¡De ningún modo! Dios nos ama gratuitamente, nos da sus gracias aunque no lo merezcamos, pero sufre nuestro descarrío y, lo mismo que el padre misericordioso de la parábola, espera que volvamos a su lado si acaso nos hemos ido. El sentirnos amados por Dios tan locamente debe llevarnos a responderle también con un amor loco que deje a un lado las antiguas faltas y se disponga a caminar por las sendas del bien. El agradecimiento que suscita en nosotros el perdón de Dios debe manifestarse en el propósito fiema de la enmienda.
¡Somos libres, y somos amados por Dios, aunque a veces nos hagamos esclavos! Alguien ha dicho, sin embargo, que “la libertad es la capacidad que tiene el ser humano para decidir de quién quiere ser esclavo”, pero no discutiré aquí sobre ello, quizá sea un tema de futura reflexión.
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