De Burgos, corazón de Castilla, es la cuna. Añosa villa de palomas al vuelo espantadas siempre por el repique de campanarios ahumados de intemperie, donde alguna vez sobre las lajas de sus empinadas callejuelas retronaron los cascos del caballo de don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, leyenda viva de España, hijo de allí también.
El apellido es de cepa antoñona porque Burgos fue frontera corrediza en la puja guerrera de cántabros, vetones, iberos, galos, vascos, godos y moros en edades pretéritas. Pero el apellido como tal tiene partida de bautizo en el vocablo latino “Castrum”, fortalezas militares que las legiones romanas mantenían en sus puntos avanzados de conquista, en cuyos torreones altaneros, por esas hendijas estrechas de sus muros llamadas barbacanas y hechas para espiar el horizonte, sólo cabía la punta acerada de una saeta y una raya de luz.
Hay figuración en los papeles viejos de toda Castilla y de las otras provincias de los reinos de España, de ese patronímico Castro.
Así, algunos con hábitos de órdenes religiosas aparecen de confesores y consejeros de príncipes y reyes como Francisco Alonso de Castro, obispo de Compostela; otros tomaron la toga y la vara de la Justicia como aquel Cristóbal Vaca de Castro, oidor de la Chancillería de Valladolid, miembro del Consejo de Indias y después gobernador del Perú; y hasta artistas del pincel hubo, retratistas de gente principal, y aun galenos afamados como aquel Esteban Rodríguez de Castro, en Pisa.
Así pues, hombres de este apellido ocuparon cargos de eminencia desde la Edad Media como oidores, magistrados, presbíteros y soldados en suelo hispano, y después en las colonias de América.
Fue Nicolás Fernández de Castro y Aguilera el primero de ese apellido que puso pie en las costas de la Capitanía y Gobernación de Santa Marta, origen de los Castro de nuestro entorno parroquial, allá por el año de gracia de 1723, en los afanes de servir la Contaduría de las Rentas Reales. Un gran impacto en sus emociones quizás alteró su espíritu en el encuentro con las realidades de un mundo muy distinto de donde él salía. Debió añorar aquí las retorcidas callejas de Burgos en el solar nativo de la patria distante, abrumadas por la mole de un castillo feudal de cuyas almenas salían a volar los vencejos por la llanura burgalesa hasta allende Los Pirineos, más allá de la marca de Aquitania, en suelo de francos y borgoñones. Debió llegarle el recuerdo muchas veces de las vacas sumisas y enormes metidas en los arropijos de bruma que se venían de Cantabria. Quizás olfateó con la imaginación los requesones fragantes de tomillo y pimienta de los apriscos monteses del Duero; tal vez cerró los ojos y vio la nube de borregos sobre los bucles de las colinas en el paisaje aledaño del río Arlanzón, y hasta creyó escuchar el bullicio de la vendimia asistida por los pies desnudos de los vinateros que hacían fermentos de mosto en las barricas de pino curado.
Para aquellos años sin guerras que encarar, Burgos era un mundo apacible; cruce de rutas de romeros caminantes en el Camino de Santiago que van a pagar mandas a Compostela; villa de conventos que a la hora del Angelus tañen sus campanas llamando a la oración por los ausentes, los difuntos y cautivos en tierra de herejes; parroquia de negociantes en jamones, lanas y botijas de aceite que a lomo de asnos a voz de cuello pregonan su venta; baluarte de soldados realengos que aparejan sus botas ruidosas; tribunal de magistrados de golilla y en fin….todo un mundo hecho de bienaventurada paz doméstica.
Pero desde hacía tiempo venían llegando hasta los caserones de los principales, y en las posadas y fondas de rufianes y gritos, los relatos de América, tierra de leyenda, de indios flecheros, de selvas descomunales, de huracanes desmesurados que naufragan naos y galeones en una noche de espanto; de arrumes de perlas, plata y oro que se recogen sin mucha diligencia, y de un cielo restregado de azul en cuyas noches despejadas se adivinan constelaciones con cabezas de toros, de sierpes gigantes y dragones alados.
Hasta la Plaza del Ayuntamiento de Burgos, hasta las naves abovedadas de su inmensa catedral, hasta sus balcones cargados de historia, llegaba entonces como un viento oceánico algo del rumor de ese aventurero siglo XVI español.
Fue en pos de su padre cuando el segundo Castro se atrevió a pasar los mares. José Manuel Alonso Fernández de Castro y Aguilera se decide también meterse en un buque rumbo a un mundo desconocido todavía, para que de Sevilla, el punto de partida de la incomparable aventura, quedara dibujado por siempre ante la pupila de sus ojos el vibrátil resplandor de la techumbre roja de una balconada morisca que se va borrando en la distancia.
Más de setenta días con buen viento y buena mar, duran los pesados navíos en cruzar el Atlántico y avistar sobre lejanías de añil las costas de la Gobernación de Santa Marta, la tierra prometida.
Entonces comienza la segunda historia.
Hay afanes de conquista. Ahí está un extenso territorio en pleno corazón de la Gobernación, intocado por la mano colonizadora porque es tierra de fieras, de manigua indomada, de indios que fieles a su destino de tragedia, resisten feroces el despojo. Hay asaltos en las estancias de blancos y de viajeros que se aventuran por aquellos caminos. Es un tremendo problema para las autoridades virreinales que quieren asegurar la provisión de carne cecina, cordobanes y caballos de las dehesas del Valle de Upar, desde cuando el virrey Eslava desesperó por la escasez de víveres y recursos en el asedio de Cartagena de Indias por la escuadra inglesa del almirante Vernon.
Un marqués de Mompós, José Fernando de Mier y Guerra, en desaforadas incursiones hace construir pueblos. Luego mandó abrir nuevas rutas talando selva. Con esclavos negros y familias indígenas obligadas a abandonar sus montes, a lo largo de los caminos que se abrían, aparecían pueblecitos de palma y barro a la
altura de los desbosques. Pronto nacen Nuestra Señora de la Candelaria del Banco, San Sebastián de Buenavista, Santa Bárbara de Talamequito, Nuestra Señora del Carmen de Barranca de Guamal. Nuestra Señora de la Asunción de Chimichagua, San Vicente de Ferrer de Saloa, y por allí mismo se refunda a Chiriguaná con ochenta familias.
Los afanes están ahora en crear todas las poblaciones que fueren menester para desde ellas organizar expediciones armadas que acabaran con los chimilas que salían a la emboscada para flechar reses, envenenar aguas con yerbas malas y hacer ataques contra los hatos y los nuevos caseríos de los cristianos.
Algunos de sus ayudantes por otros lugares hacen lo suyo para quebrar la resistencia chimila. Eduardo de la Guerra ordena limpiar de indios las planadas de San Fernando de Pivijai, y Agustín de la Sierra hace quemazones en las praderas por San José de Punta Gorda de Salamina, antes de irse en repliegue a sus hatos de Valencia de Jesús, en la región del Valle de Upar.
Es una estrategia envolvente que estrangula a los pueblos chimilas, hasta el exterminio total. Es el choque violento de dos mundos en donde uno de ellos sería borrado de la historia.
Para ese entonces, José Manuel Alonso Fernández de Castro y Aguilera, ya unido en matrimonio con una dama samaria, se trasladó al Valle de Upar para servir el cargo de Visitador de Provincia.
En adelante para él ya no habría correrías en carruajes con criados de librea, ni vinos de malvasía, ni pelucas empolvadas, ni casacas bordadas. Vendrían los resoles quemantes, el enjambre de mosquitos, las aguas muertas de los caños, el hedor del limo podrido, la fiebre fría del paludismo y las flechas untadas del mortal curare.
Pero había que echar raíces. Domeñar la naturaleza bravía es misión de hombres, y más que de hombres es de españoles. En el Valle de Upar nacieron los primeros retoños del apellido que desde esa ocasión se quedaron para siempre.
Nota: Este Prólogo quedó inhabilitado, pues el autor del libro, mi colega Federico, nunca lo ha publicado.
Por Rodolfo Ortega Montero