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Los Castro: De Burgos, corazón de Castilla, es la cuna. La República. (II)

María Concepción Loperena, según Jaime Molina en 1949.

(…) Entonces se da comienzo a una tercera historia.

Vientos libertarios soplaban en los virreinatos de América en las postrimerías del siglo XVIII. Noticias detalladas de un malogrado alzamiento del pueblo raso trajo a Valle de Upar el joven Manuel Antonio de Torres, afiebrado amigo de los enciclopedistas franceses, que había mostrado simpatía con la revuelta de los Comuneros, lo que le ganó sinsabores con su ilustre tío, el arzobispo y virrey Caballero y Góngora en Santafé de Bogotá, de donde, mal visto por sus ideas, se
vino a un exilio por voluntad propia en afanes de hatos y comercio de vacunos.

Se precipitan los acontecimientos. Pronto voló la mala nueva de que el rey de las
Españas, don Carlos IV de Borbón y su hijo el príncipe Fernando, están cautivos en un castillo de Bayona, en tierras de Francia por una artimaña de Napoleón Bonaparte. Se crean guerrillas en la península ibérica contra las tropas francesas de ocupación y se organizan Juntas de Gobierno en España y en América para la desobediencia civil.

Por los lados del Valle de Upar aparece una figura femenina, doña María
Concepción Loperena Ustariz, esposa de José Manuel Alonso Fernández de Castro Pérez Ruiscalderón, que lidera la inconformidad contra el marqués de Valdehoyos, un tiranuelo que como Alcalde ejerce una autoridad de déspota. Una turba armada de paisanos protesta con ardentía el 21 de mayo de 1810, de cuyas resultas el Alcalde pone camino de por medio a uña de caballo, huyendo de la población. Otro día se sabe que el sordo y alelado virrey Amar y Borbón y su esposa Francisca Villabona, molidos de ánimo, llegan a Mompós y aguas abajo van a Cartagena con rumbo al destierro, después de ser presos y humillados por la chusma santafereña, un día de julio. Hay una temperatura de rebelión. Los postas de correo llevan y traen pliegos con noticias a María de la Concepción Loperena que se escribe con parientes de Mompós y Cartagena de Indias principalmente. En enero de 1813 tiene lugar una cita en Chiriguaná con el general Bolívar, y la dama rebelde asiste en compañía de algunos paisanos adictos a las ideas republicanas. El 4 de febrero del mismo año, con tono firme, esta mujer lee el Acta de Independencia en la Casa del Cabildo, con lo cual se puso fuera de la ley por rebeldía junto con varios vecinos y familiares que estamparon su firma en ese documento.

No dura mucho la euforia de la proclamación. Las tropas llegadas de España comandadas por el mariscal de campo don Pablo Morillo desembarcan en Venezuela. En diciembre de 1815 cae Cartagena tras desastroso asedio y comienzan a rodar cabezas en el patíbulo. Hay cárcel, destierro confiscación de bienes y fusilamientos.

Elaborado por Dormet en París en 1827.

No escapa de la persecución doña María de la Concepción Loperena Ustariz de
Fernández de Castro, a quien se le busca para ponerla en prisión por rebelión, a la
par que se le confiscan sus propiedades. Con el triunfo del general Bolívar en Boyacá, en 1819, puede salir de los montes de una de sus haciendas en donde se
había ocultado tanto tiempo con el auxilio de familiares, amigos, servidores de sus
hatos y de los negros a quienes ella, en otro gesto de grandeza, les había dado su carta de manumisión.

Trátase aquí de una mujer cuya dramática misión con la historia se cumplió sin
estrepitosos alardes, en el marco severo de su villa hidalga, donde, en el tiempo detenido de un ambiente colonial, las vidas se marchitaban, calladas, sin cambio, bajo el guiño luminoso de las mismas estrellas.

Llena de fama, poseída de un alto designio cumplido, entrega su alma en el ambiente dormido de su pueblo en 1835, para pasar a nuestras crónicas de la gesta emancipadora.

Entonces comienza una cuarta historia

Los vástagos brotados del tronco, disuelven su existencia campesina y feliz, entre
arboledas y colinas, alcores y cañadas, sembrados y florestas. Con otros apellidos que también de antes llegaron a la tierra como los Cotes, Zuleta, Armenta, Daza, Triana, Montero, Quintero, Quiroz, Araujo, Pinto, Galindo, Maya, Murgas, Villazón, para hacer mención de algunos, se fueron arraigado hasta ser ellos mismos parte del paisaje en austeros linajes que se anudaron manteniendo todavía en su sencillez, el empinado orgullo del audaz andariego que primero llegó en pos de la aventura.

Durante el siglo XIX, se suceden los años entre una paz bucólica y el incendio de
las guerras civiles. Llega la medianería del siglo XX, y ahí está una numerosa parentela que ya son esencia de la tierra misma. Entre ella resalta la figura erguida
de Pedro Castro Monsalvo, conductor de multitudes, encumbrado hombre público que salta de su provincia para señorear altísimas dignidades del Estado. Descuella Pedro Castro Trespalacios, lucido jurista que acucioso y solitario tiene el logro de escudriñar archivos y documentos para desentrañar la primera historia de Valle de Upar, y sentar las bases de la antropología en las planadas del Cesar. Se perfila don Pepe Castro, a quien las flecaduras de las altas posiciones de gobernante y congresista, no despeinaron nunca su sencillez campesina ni empañaron el brillo de su afable señorío; gracias a él, a sus crónicas silvestres se han salvado del naufragio de la memoria, personajes del ayer, mitos y leyendas del terruño. Se espiga Álvaro Castro Socarrás, el sociólogo docente que se afana en compartir sus conocimientos con la juventud del entorno, y en fin, muchos de ellos en la galería de otras ejecutorias que sería prolijo enumerar aquí.

Estamos en los inicios de un nuevo milenio y de una nueva centuria. Vendrán otros tiempos que no veremos, en los cuales, sin duda, habrá espacio para que los que vengan, inspirados en la gesta de sus genitores, cubran el reto de escribir una
quinta historia.

Esta obra, escrita con los rigores de una investigación seria y esmerada por su autor, mi colega y amigo Federico Castro Arias, quien me ha donado la generosa distinción de prologarla, tiene el sello de un documento con noticias de un ayer que despeja un buen trecho de nuestro pasado comarcano, con sus cuartillas repletas de episodios, por demás concebidas con texturas de elegancia y sabiduría.

Rodolfo Ortega Montero, autor del prólogo. 

Por Rodolfo Ortega Montero

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