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Los capuchones de antaño

 

Por:  JULIO C. OÑATE MARTINEZ

 

La celebración de los carnavales fue traída al Caribe colombiano por los españoles que en sus principales centros coloniales tenían el mejor impacto cultural, como ocurrió en Cartagena, Mompox y Santa Marta. Poco a poco se fue extendiendo a las regiones aledañas tomando ya el carácter de una fiesta mestiza que recogía influencias de diferentes etnias como la indígena, la europea y la africana.

Con el tiempo esta fiesta eminentemente popular tomó un acento más citadino por la migración hacia los centros urbanos de gente que procedía de áreas rurales y poblaciones ribereñas como fue el caso de Ciénaga (Magdalena) en la gestación del carnaval barranquillero. Ellos trajeron a la arenosa danzas, tradiciones folclóricas, sones, actos propios de carnaval que con los años llegaron hasta los más encumbrados círculos sociales y esparciendo diáspora carnavalera por todas nuestras provincias.

Sin lugar a dudas fue el capuchón el más tradicional disfraz que alegró con magia y color los carnavales vallenatos de antaño. El origen de este festivo y misterioso atuendo se remonta en el caso de la capucha a la época medieval allá en el viejo continente y en una variante que surgió en el litoral caribe se le adicionó el antifaz, gran alcahuete de libertinas y beatas y generador de fantasías, gratas sorpresas y hasta traumáticas decepciones, pues quien lo llevaba podía ocultar su verdadera identidad.

Con respecto a esta original forma de disfrazarse, en los primeros años de su aparición, sin distingo de sexo el pueblo raso se enganchaba su capuchón a la hora de carnavalear, pero con el surgimiento de los salones de baile quedó este como una enigmática prenda solo para féminas.

Aunque no existían limitaciones de tipo textil en su confección con la llegada por lo menos cincuenta años atrás del satín, este tipo de tela por su frescura, vistosidad de colores y bajo costo fue siempre utilizado en su fabricación.

En un comienzo fue un largo blusón con su capucha y la máscara, pero luego tratando de realzar mas la figura femenina se cambió por un amplio pantalón con blusa manga larga ambos abombachados y que en mis años de infancia allá en Villanueva algunas damas que de la Sierra Montaña llegaban al festejo amarraban con majagua sus tobillos y muñeca en improvisados arreglos de glamour campesino.

Más adelante al participar la élite del carnaval los capuchones se fueron diseñando con telas mas finas y el antifaz se hizo más elaborado y lujoso tomando la capucha una forma de pañoleta para cubrir la cabeza.

Innumerables anécdotas de vistosos y enigmáticos capuchones solo han quedado aquí en el Valle de aquellos bonitos carnavales en que sanamente se divertían tanto los de arriba como los de abajo y que solo dejaban un halo de misterio y fantasía en muchos de nosotros, pero quizá ninguna nos recreó tan jocosamente como la del doctor. Maya Brugés, quien después de danzar alegremente y pavonearse toda una noche en la pista del Salón Central con el más lujoso, perfumado y elegante capuchón de la fiesta que coqueteándole picaronamente no se dejaba identificar, hasta que él con su galanteo caballeroso y mil atenciones logró convencer a la “Mascarita” de ir con el hasta su finca Palmarito en cercanías al puente Salguero con la natural envidia de camajanes y gallinazos que allí acechaban para así entonces verle el rostro a su espléndida pareja y coronar el nuevo romance.

De madrugada, sin la máscara, con el capuchón arremangao’, de a pie y azuzada por los perros le tocó salir de Palmarito a la vicaria, bizcorocha y desdentada pero muy bien engalanada que pudo engatusar al ilustre galeno convencido de que la hembra del flamante capuchón era una voluptuosa virgen carnavalera.

Con la aparición de las casetas y el surgimiento de las agrupaciones vallenatas en nuestro medio, los salones de baile perdieron auge y los capuchones fueron desapareciendo de nuestro cada vez más lánguido y desdibujado carnaval.

Quizá los recuerdos del último capuchón que aquí en el Valle se esfumó en una noche de ilusión y de quimera son aquellos que Wicho Sánchez en su Banda Borracha dejó latentes: cuando al salir del salón central caminando por la calle del Cesar de arriba abajo y de abajo a arriba no pudo encontrar lo que el estaba buscando, aquel escurridizo y pícaro capuchón el que después de flequetearle toda la noche y tomarse una docena de cervezas con la promesa de premiarlo en el motel con unos frenéticos trampolines que ella dominaba, lo mandó a buscarle unos chiclets y cuando él regresó, ni rastro de la damisela.

 

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