Era tarde. Había sido un día largo y caluroso. El trabajo en la carpintería había exprimido hasta el límite los músculos de José. Sus manos se aferraban a las herramientas y éstas a la madera, pero la mente del carpintero estaba muy lejos de su sudoroso cuerpo. Se encontraba en medio de la más oscura de las noches que hasta el momento había vivido: su prometida, el amor de su vida, aquella jovencita de rostro angelical por la que había suspirado desde que su corazón fue capaz de amar a una mujer, lo habia sorprendido con la más absurda de las historias. Un enviado del cielo, según ella, había venido a comunicarle que sería la madre del Salvador y ahora se encontraba en cinta. Un niño crecía en el vientre de su amor y él no era el padre. ¡Cuánto le gustaría creer! Realmente amaba a María, pero las posibilidades de que fuera verdadero su relato eran muy remotas. Lo más probable es que ella le hubiera sido infiel. ¿Por qué le pasaba esto a él? Su corazón quería creer pero su razón se lo impedía. ¿Dónde estaba Dios? Con impotencia soltó el martillo y un golpe seco resonó en la estancia. Caminó por instinto hasta llegar a su casa, no saludó a nadie por el camino, se tumbó en el lecho y deseó morir.
Las lágrimas caían de sus ojos una tras otra, sentía en el pecho una gran opresión y en su mente los pensamientos iban y venían sin orden ni lógica alguna. Nada era lógico. ¡Una mujer no queda embarazada del Espíritu Santo! Ahora José tenía que tomar una decisión crucial: debía repudiar a su prometida y que Dios se apiadara de ella. Sería expuesta al escarnio público e incluso podrían castigarla con la pena capital. ¿En qué momento, María? ¿Por qué nos hiciste esto? Aquél atormentado mortal cargaba sobre sí un peso enorme supuestamente impuesto por un Dios. Pero amaba a María y no deseaba que ella sufriera, prefería sufrir él en su lugar. Entonces, venciendo su natural orgullo, decidió lo que haría: a la mañana siguiente abandonaría para siempre el pueblo, así sus coterráneos cargarían sobre él la culpa, pensando que se había aprovechado de su prometida y ahora la abandonaba burlada. Él sería tenido por canalla, pero María estaría bien. Tanto dolor sentía entonces que por un tiempo no supo de sí…
Cuando abrió los ojos había ya amanecido. No supo en qué momento, pero un muchacho de aspecto extraño invadió su sueño con un mensaje claro: “No temas”. Suena fácil, pero en las actuales circunstancias era imposible. Lo que siguió fue aún más desconcertante: “Toma contigo a María, tu mujer, porque lo creado en ella es obra del Espíritu Santo”. Era cierto, María decía la verdad, no había traicionado su amor. Ahora José no sabía si sentir alegría por la integridad intacta de su prometida, verguenza por haber dudado de ella, agradecimiento o temor por la tarea encomendada. ¡Un mortal debía ser el custodio del Hijo de Dios! Sin pensarlo dos veces, corrió a casa de su amada y, sin mediar palabra, la besó, tomó entre las suyas sus manos, la miró a los ojos y ella vió entonces lo que los labios de José no pudieron decir. Era media mañana, justo la hora en la que el ángel había pronunciado el extraño saludo “Ave María”.
Hoy la Iglesia da inicio al tiempo de Adviento, unas cuantas semanas que hacen antesala a la Navidad y que cuentan lo que sigue en esta historia. ¿Quieres oírla? Más vale que te prepares para ello, porque no se trata simplemente de una historia, sino del acontecimiento que partió en dos la historia de la humanidad. Además, no es sólo el relato de lo que pasó sino que, misteriosamente, se vuelve a realizar entre nosotros lo que hace un par de milenios ocurrió: “Dios continúa visitando a su pueblo”.
Feliz domingo.