El cielo oscuro se negaba a dejar brillar el sol sobre la tierra. Desde la penumbra inicial en la que el mundo se encontraba antes de la creación, era esta la primera vez que la tristeza embargaba al universo entero.
Entonces la humanidad no existía, ahora no había esperanza para la humanidad. Las ansias de eternidad latentes en el humano corazón habían sido sepultadas y la muerte había ganado la batalla. El Dios hecho hombre no era más que un cadáver desfigurado, quien había sido la promesa de una vida plena estaba ahora cautivo en la región de los muertos, mientras que los gusanos se daban un banquete con su cuerpo.
Era el final. Los discípulos no solo lloraban la muerte del amigo, sino también el fracaso de la empresa en la que habían empeñado su vida. Todo había sido en vano: su fe, los milagros de los que fueron testigos, sus renuncias, su ilusión. Dios estaba muerto.
Aquél después del cual es imposible pensar un ser superior había sido vencido por la muerte; aquél a quien ni siquiera el cielo puede contener se encontraba ahora preso en un sepulcro.
Al amanecer del tercer día, un grupo de mujeres se dirigía al sepulcro, sus pasos cantaban la más triste de las canciones al son de las lágrimas que caían de sus ojos. Sus corazones resquebrajados no podían encontrar consuelo en nada. Iban al sepulcro a embalsamar el cuerpo del Maestro. Aquel a quien un día consideraron eterno debía ahora ser ungido con esencias para evitar momentáneamente su descomposición. El tiempo parecía haberse detenido desde la tarde en la que, colgado de una cruz, suspendido entre el cielo y la tierra vieron a su amado lanzar al cielo su último clamor, su última oración, su último suspiro.
Al llegar al huerto en donde se encontraba sepultado Jesús, el aire frío les penetró hasta los huesos, pero ya era imposible sentir más dolor. De repente notaron que la piedra de la tumba había sido corrida y, al mirar adentro constataron su temor: el Maestro ya no estaba. “Se han llevado al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Primero se llevaron su vida y ahora nos arrebatan incluso su cadáver”. Las manos en el rostro, en los ojos el llanto y en el alma la pena. ¿Dónde estaba Dios?
María, la Magdalena, era una de aquel grupo. Se apartó un poco y deseó morir. ¿Para qué quería ya la vida? Una voz de repente preguntó: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. Entre sollozos confesó que buscaba a su Señor, alguien se lo había llevado y, sin siquiera levantar los ojos, continuó: “Si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo me lo llevaré”. Entonces quien inicialmente la llamó “mujer”, pronunció ahora su nombre: ¡María! y las manos dejaron el rostro, el corazón palpitó deprisa, los rayos del sol rasgaron las espesas nubes y un abrazo la fundió con el amor.
La humanidad resucitó con Cristo, la esperanza volvió a los corazones, la muerte bebió su veneno y fue vencida y las lágrimas no eran ya acompañadas por sollozos sino por risas. La alegría volvió a los rostros, y los lentos y entristecidos pasos se convirtieron en una veloz y alegre carrera por comunicar la buena noticia: ¡Dios está vivo! ¡El Maestro ha resucitado! ¡Yo lo vi y hablé con él, me llamó por mi nombre y mis manos lo tocaron!
Esta es la verdadera experiencia de la Pascua. Solo quien ha sentido morir y ha visto vivo al Señor, quien le ha escuchado pronunciar su nombre y cuyas manos han palpado el infinito, puede realmente decir ¡Cristo ha resucitado! Lo demás es lo demás. Feliz domingo.