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Ligero equipaje

MISCELÁNEA

Por Luis Augusto González Pimienta
Hubo un tiempo en que mi padre disponía que para pasar vacaciones en Valledupar la familia viajara en parejas y en distintos vuelos. Mi madre con mi hermano, mi padre con una de las hermanas y yo con la otra hermana. Era la forma, afirmaba él, de  que en caso de accidente, no pereciera la familia entera. Buena previsión.

Las recomendaciones eran tantas que solo nuestra juvenil memoria permitía grabarlas. Aparte de lo anterior, el cúmulo de obsequios que enviaba era una molestia para mí, especialmente cuando debía portarlos, pues siempre me ha gustado abordar los aviones sin nada en las manos.

Si mi memoria no me es infiel, solo una vez pude viajar ligero de equipaje. Fue el año de mi grado de bachiller cuando me premiaron con un viaje a los Estados Unidos. Con la ilusión de mis escasos dieciséis años de edad, una crema y un cepillo de dientes, subí al avión. El regreso, en cambio, fue como el resto de mi vida, con una pesada maleta y souvenires en las manos.

Hace poco viajé a Bogotá a acompañar a mi hijo en una intervención quirúrgica. Presumía que por el corto tiempo que permanecería en la capital y con la ropa y accesorios de aseo que allá mantengo, sería innecesario llevar maleta. Craso error. Mi mujer hizo una pequeña lista de encargos la cual fue extendiendo con el paso de los días. Se diría una Piel de Zapa a la inversa. Aclaro que el pedido estaba compuesto mayormente por alimentos y dulces de la provincia, para nuestro propio consumo. El resto, cosillas que ella y mi hijo dejaron olvidadas.

Cuando se llega a una edad provecta los cálculos superan a la lógica, por razonable que sea. Fue así como alisté una maleta en lugar de un maletín y empecé a calcular mentalmente el peso de lo que llevaría para no exceder el máximo permitido. La provisión de carne acaparó mi atención. Debía llevar un par de lomos finos, un muchacho convertido en carne molida y unos cuantos kilos de costilla especial para la sopa. Todo ello tenía que  congelarlo con anticipación y envalijarlo momentos antes de partir para el aeropuerto.

No podía faltar el queso criollo en cantidad suficiente para darles a los más cercanos familiares. Los dulces de leche, de maduro y de toronja (le dicen geriátrico porque lo prefieren los viejos) debían ser urumiteros, comprados donde Milla. Las arepas de queso pedidas con antelación donde Rodrigo Aroca y recogidas después de tres de la tarde y los bollos de mazorca donde Hinojosa, para buscarlos a partir de las cuatro y media de la tarde, porque estos dos personajes tienen horario especial de apertura de sus negocios, como en Barranquilla o Miami. Los condimentos y confituras importadas las hallé en Carrefour.

El día del viaje llené, cerré y pesé la maleta. Me angustié al saber que pesaba un kilo de más y que tendría que pagar exceso de equipaje sin siquiera incluir un pañuelo de uso personal. Faltaba una última llamada de mi hijo solicitando le llevara su “bose”, parlante o bafle moderno para poner a sonar el ipod. Su peso y volumen impedían meterlo en la maleta, así que me tocó cargar con él.

El regreso no fue mejor, pero sí distinto. La maleta de comida venía ahora con zapatos de mujer, cuchillos de cocina y ropa para arreglar o para no volver a usar en la altiplanicie. El  dichoso “bose” y el pesado acordeón de mi hijo. Como no aforé, todo venía a la mano. Parecía un turco cargando por la calle mercancía para la venta. Pero esto no volverá a pasar. Mi decisión es drástica e inmodificable: no vuelvo a viajar.

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