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Liderazgo, rectitud y templanza

Si de algo adolece el mundo de hoy es de líderes, de esos personajes que atraen, que llaman nuestra atención, que tienen ángel, que convocan, aquellos cuya cercanía nos nutre, quienes nos inspiran. La crisis de liderazgos que vivimos actualmente debe ser un campanazo de alerta para que tanto las estructuras familiares, como las escolares y universitarias, revisen el tema, replanteen esquemas y cojan ese toro por los cuernos. 

Los líderes pueden nacer con ese chip pero también pueden hacerse. Cuando decimos que los líderes nacen, nos referimos a que desde la cuna y como producto de una mezcla genética este rasgo puede hacer parte del carácter de una persona. En caso de que el líder no nazca, podrá hacerse, formarse, entrenarse y llegará a serlo sin duda alguna.

La familia, lo que en ella se comparte, los temas que en ella se abordan, las conversaciones a la hora de la comida, por ejemplo, es la primera entidad llamada a aportar directamente para que los niños y jóvenes se interesen por este tema. Los padres de familia deben ser referentes de buen comportamiento, de cabalidad, de empatía y respeto por el otro. 

Colegios y universidades están obligados, así lo creo, a generar espacios adecuados para que los estudiantes desarrollen las habilidades que el liderazgo involucra: desde debates, conversaciones y espacios para analizar los diferentes fenómenos sociales, políticos y económicos, así como dinámicas que los comprometan a tomar posiciones respecto de diferentes problemáticas para que, una vez ocupen posiciones de poder en el futuro, posiciones de decisión para transformar la vida de otros, las ayuden a resolver. Colegios y universidades deben darle mucha importancia a los procesos de selección de profesores y directivos. Igual que los padres de familia, los maestros y directivos docentes debemos ser ejemplos a seguir, personas probas, idóneas para inspirar procesos en los estudiantes, que los motiven a actuar de manera correcta, honesta, con la verdad siempre por delante. Todos recordamos profesores que nos aportaron mucho más que meros contenidos que nos permitieron conocer el mundo y la manera de vivir en otros lugares gracias a sus clases, que construyeron vínculos fuertes con nosotros, siendo sus alumnos, lo que nos permitió aprender mucho más. Lamentablemente también recordamos a los otros, los que poco hicieron por cumplir con su papel adecuadamente y peor, los que maltratando a sus estudiantes pensaron, equivocadamente, que generaban respeto y admiración legítimos. Qué equivocados estaban.

Colegios y universidades deben también velar por que el entusiasmo de sus estudiantes, de esa fuerza intrínseca que sólo da la juventud, se encamine de manera ideal para trabajar arduamente por restablecer valores como la justicia, la solidaridad y la templanza. Sólo así podremos soñar con un futuro mejor para todos.

La verdad y su importancia dentro de cualquier sociedad, la construcción social de soluciones que permitan mejorar la vida de otros, la sensibilidad social que facilite el desarrollo de dinámicas que desde la empatía busquen el bienestar de los demás son elementos que familia e instituciones educativas deben defender a capa y espada. No lograremos mejores resultados en la humanidad, como especie, si continuamos imponiendo creencias y prácticas que afectan la vida en el planeta, que defienden intereses de unos pocos que son quienes detentan el poder. Por eso hago este llamado para que desde los consejos estudiantiles de colegios y universidades despleguemos dinámicas didácticas que generen sinergias sociales que gocen de sensibilidad y busquen el bien común.

Como lo hicimos hace algunos años desde la coordinación del consejo estudiantil de un colegio femenino, ubicado en Bogotá, pueden crearse instituciones que agrupen a consejos estudiantiles de diferentes colegios -y universidades- para que su fuerza y capacidad de convocatoria permitan unos resultados socialmente medibles y que favorezcan a otras personas, que dejen huellas positivas para siempre. Y es que si no, ¿la educación para qué?

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Jorge Eduardo Ávila: