Desde siempre una ley de punto final es instrumento de justicia transicional. Y todos pensamos que es inevitable acudir a mecanismo de esa jaez, para por ejemplo concluir bienaventuradamente los diálogos de paz en La Habana.
Aun el hombre común y corriente colombiano sabe bien que es viable construir reglas jurídica y políticamente aceptables como fórmula de aterrizar el conflicto absurdo que hemos soportado, pero como se instó al expresidente Gaviria a rodar la reflexión de lo que allá viene gestándose, se piensa que la idea es una insuperable genialidad. Por favor.
La Ley de Justicia y Paz ideada para (entre otros) el paramilitarismo es igualmente modelo de justicia transicional que alcanzó salida para ese nefasto sector de la confrontación armada con las que nos correspondió sobrevivir. Desde luego no perfecta como obra humana, pero que ha contribuido a alcanzar un poco de justicia, verdad y reparación.
Obsérvese que se habla con bastante razón que al lado de los guerrilleros y paramilitares como organizaciones criminales se encuentran agazapados el insondable mundo empresarial e industrial que los promueven, por miedo o sin él, en rol de farsantes delincuentes como aquellos; ingenuos o convencidos de sus ideologías. Recuérdese que ambas delincuencias penetraron las esferas representativas de la sociedad.
En el complejo mundo dogmático del tipo penal de concierto para delinquir, la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia ha venido de señalar que se ha distinguido entre promover efectivamente un grupo armado al margen de la ley y el concierto para promover una organización de ese tipo, indicando que cabe un mayor desvalor de la conducta y un juicio de exigibilidad personal y social más drástico para quien organiza, fomenta, promueve, arma o financia el concierto para delinquir, que para quien solo lo acuerda (en acción u omisión) el cual traduce la celebración de consensos ilegales con los actores cruentos que coparon por la fuerza territorios y espacios sociales y que requerían alianzas estratégicas con fuerzas políticas y empresariales para consolidar su dominio y expansión.
La ley de punto final es tan necesaria que a la mayoría de los políticos condenados por paramilitarismo se les compulsó copias para que se les investigara por separado de la presunta participación en los delitos perpetrados por el grupo armado ilegal con el cual se concertaron y del que hacían parte, incluidos aquellos de “lesa humanidad” que se encuentran en remojo en la propia Corte.
El complique es de tal naturaleza que al presidente Santos el Fiscal Montealegre le sopló que en la Fiscalía hay 13.000 denuncias contra empresarios e industriales a quienes se les señala de haber cooperado con el paramilitarismo, es decir, se les sindica de haber asumido rol de combatientes pasivos de cuello blanco, los denominados en teoría de coparticipación criminal: los ‘hombres de atrás’, los codeterminadores de la delincuencia organizada.
Las familias tradicionales o ejemplares apoyan una ley de punto o final o se despierta la maquina leviatanica de la justicia con el monstruo de mil cabezas. Se las dejo ahí.