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Leer es nuestro cuento: Del aula a la tarima

José Vicente estudiaba conmigo en el mismo colegio, pero no en el mismo curso. Él estaba un grado superior a mí. Yo escuchaba que no era tan buen estudiante, pero sí que era indisciplinado y su comportamiento no era el mejor. En todo momento la coordinadora lo vivía recriminando. Ya era costumbre que siempre que entregaban los boletines, la madre lo regañaba por dos o tres asignaturas perdidas y las otras en un nivel muy bajo. Juraba y se comprometía a recuperar y a comportarse mejor, cosa que nunca sucedió.

—Ya tú no tienes remedio, —le decía la madre— saliste igual que tu papá.

José Vicente soñaba con ser algún día un gran intérprete del folclor vallenato. Se la pasaba escuchando música con unos audífonos incrustados en las orejas y gritando por los pasillos, remedando a los cantantes. Otras veces se aparecía con una grabadora a todo timbal perturbando el normal desarrollo de las clases, hasta el día en que la directora lo sorprendió y le confiscó el aparato con todo y audífono.

—Si quieres que te lo devuelva —le dijo—, tienes que traerme a tu acudiente.

Eso sí, no había evento en el colegio en que José Vicente no participara, ni festival escolar para representar al colegio. A decir verdad, tenía madera para el canto y eso lo sabíamos todos. Incluso ya él andaba por ahí con ínfulas de cantante. Coqueto y engreído, tirándole piropos a las muchachas y diciéndoles que cuando grabara las iba a nombrar en los discos.

—Será para lo único que irá a servir— le gritó la profesora de lenguaje.

Hasta el día en que se enroló en un conjunto vallenato y se volvió pendenciero, aprendió a tomar tragos desde muy temprano y quién sabe que otros vicios más. De todas maneras, hasta ahí llegó su vida de estudiante. Regaló los libros, peleó con la mamá y enfurecido tiró la puerta y se largó orondito por la calle del medio.

No pasó mucho tiempo, cuando un día lo escuché por la radio que estaban promocionando su primer disco y un locutor, con voz de trueno, lo estaba entrevistando. Fue un éxito su primera salida al mercado disquero. De ahí para allá fue poco lo que supe de él, hasta el día en que lo vi encaramado sobre una tarima de la plaza de Valledupar cuando le estaban entregando un trofeo por haber ganado en la mejor voz. Cuando bajaba de la tarima nos tropezamos. Me saludó dándome un fuerte apretón.

— ¿Y a ti como te está yendo? – Me preguntó.

—Ahí, regular. Ya estoy cursando el grado noveno.

—Para que te des cuenta, como dice el adagio: Dios escribe derecho en renglones torcidos. Cada quién nace con su estrella.

Autor: HALORLD DAVID PERALTA TORRES.

Grado 8-Institución Educativa Prudencia Daza.

LEER ES NUESTRO CUENTO

El jardín de la abuela Tilcia

La casa de la abuela Tilcia tenía un patio grande, dividido por un cercado de anjeos, en el traspatio corría una acequia que servía para regar las plantas. Todo el patio estaba sembrado de arbustos ornamentales que formaban un inmenso jardín, tanto en la parte de atrás como en el de adelante, hasta el corredor donde colgaban las macetas. Era un espectáculo para la vista de los visitantes que se tomaban fotos para llevarse un recuerdo.

Al principio la abuela se encargaba del jardín, pero a medida que se fue poniendo vieja, las fuerzas ya no le alcanzaban para tantos ajetreos. Fue entonces cuando propuso contratar un jardinero para su cuidado.

Don Remigio -todos le decíamos así por respeto- llegó muy joven contratado como jornalero de la finca, después lo ascendieron a corralero por su experiencia en el cuidado del ganado. Se convirtió en una especie de capataz ganándose la confianza del abuelo que lo trataba con cariño, como si fuera parte de la familia.

Siempre fue un hombre íntegro, trabajador y honrado hasta los tuétanos. Con el paso de los años se fue volviendo viejo, comenzó a sufrir los achaques propios de los años. Le dolían los huesos y renqueaba a causa de la artritis. A petición de la abuela se lo trajeron de la finca y desde entonces le encargaron el cuidado del jardín.  Don Remigio les dio vida a las plantas, las apodaba, las abonaba y las regaba todos los días para mantenerlas frescas y pudieran soportar las efímeras brisas del verano.

Don Remigio nos permitía jugar en el jardín por las tardes bajo su supervisión para que no fuésemos a maltratar las plantas ni a arrancarles las flores.

—Tengan mucho cuidado con las rosas finas —nos advertía—. Tienen unas espinas muy bravas y los pueden hincar.

Nosotros también lo queríamos y los respetábamos mucho. Compartíamos nuestras merienda con él. También le llevábamos panes, galletas y dulces que comprábamos en la tienda de la esquina.

Pero un día Don Remigio enfermó y lo tuvieron que llevar donde el médico, el cual después de examinarlo minuciosamente, no le dio muchas esperanzas de vida. Y así fue, a los pocos días, don Remigio amaneció muerto tirado en su catre. Mi abuela y el abuelo lo lloraron como quién pierde a un hermano.

La abuela mandó a cortar muchas flores con las que cubrieron la tapa superior del ataúd, que se convirtió en una prolongación del jardín. Por la tarde fue conducido en hombros hacia el cementerio. El cortejo fúnebre era seguido por un enjambre de mariposas de todos los colores y tamaños que revoloteaban alrededor de los acompañantes del sepelio. La gente abismada hacía toda clase de comentarios sin encontrar una explicación al suceso.

Desde entonces, nunca más se volvió a ver una mariposa rondando por el jardín de la abuela Tilcia.

AUTOR: VANESSA CAROLINA PERALTA TORRES

Grado 11º – Institución Educativa Prudencia Daza.

Periodista: