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Lecciones de vuelo

La clase siempre se llevaba a cabo en aquel remoto paraje. Anclado a la mitad de una montaña, de aire gélido y con complejo de páramo, estaba el lago, verde como el jade y lo suficientemente profundo para que cualquier piloto de poca pericia se hiciera justo merecedor de un buen chapuzón si algo salía mal durante el despegue. Alrededor, espigas de trigo, cuales barricadas de contención, cercaban la pista y frenaban los derrapes de la curva de aprendizaje.

Y allí, en la orilla más lejana, como un trampolín monolítico para clavados prehistóricos, se erguía un peñasco color café latte que se elevaba sobre las aguas y aguardaba con un aire de sobredimensionado dramatismo a los incautos alumnos. He soñado con este extraño lugar dos veces en mi vida.

En la primera, el profesor, un joven escuálido de cabello rubio y ropas de skater, me gritaba desde lo alto del peñasco que pusiera atención a la sofisticada demostración que habría de ejecutar, mientras yo, sentado en el trigal con expectación, tomaba todos los apuntes mentales que era capaz. Se echó un par de pasos hacia atrás, cogió una corta carrera y se lanzó al agua con los brazos pegados al cuerpo, pero en vez de caer pesado como piedra planeó los primeros metros como hoja de papel y luego ganó altitud suficiente para aterrizar del otro lado. Mientras salía de mi estupefacción, un niño silencioso de cabello castaño tecleaba furiosamente en un portátil evaluando los datos de aquel vuelo de exhibición.

La segunda vez, a lo mejor un año después de la primera lección, era mi turno sobre la roca. El profesor me explicaba cómo el truco estaba en levantar los hombros con fuerza, como si los estuviera encogiendo, para propulsarse y luego despejó la pista para mí. Corrí, salté, hice lo que pude con los hombros y alcancé a planear algunos metros a golpes sobre el lago con la camiseta empapada, imitando una piedra lanzada para hacer ranitas que deja ondas a su paso. Perdí la dirección, me desvié hacia la derecha y terminé estrellado contra una orilla del lago con el tronco fuera del agua y las piernas dentro de ella. “¡Debes usar los pies como alerón!” fue todo lo que me gritó el niño del portátil.

Desde entonces, en muchísimos sueños he recordado los consejos de mi fugaz profesor y he intentado planear siguiéndolos, pero no siempre funciona. Evoco recuerdos oníricos de algún corto sobrevuelo medianamente exitoso sobre Bucaramanga y otro sobre Bogotá, también alcanzarme a elevar un par de metros en la espesa noche de algún pueblo navideño europeo cubierto de nieve en el que nunca he estado, solo para descolgarme a los pocos segundos e incontables intentos fallidos, en los que simplemente hago el ridículo encogiendo los hombros mientras salto como un estúpido tanto en el reino de los sueños como, seguramente, en mi cama real.

El misterio de estas lecciones de vuelo siempre me ha fascinado y estoy cerca de dominarlo, tal vez solo me falten más horas de práctica.

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Fuad Gonzalo Chacon: