El juglar que nació el lunes 20 de febrero de 1928, un día de Carnaval, en Altopino, La Guajira, vivió en tinieblas porque Dios quiso dejarle sin oficio uno de sus sentidos para cambiárselos por ojos en el alma, tuvo motivos valederos para estar feliz porque le añadieron en el año 2007 el primer monumento a su inmortalidad.
Un monumento que está ubicado en el lugar exacto, donde el maestro Leandro Díaz, comenzó a granjearse su fama a través de sus bellos cantos. Esos cantos de versos chiquiticos y bajiticos de melodía, esos cantos donde se pinta la belleza de una mujer que al caminar hacía sonreír la sabana y de la diosa coronada que cuando movía el caderaje el rey se ponía más engreído.
El pueblo escogido por el hombre que cantaba triste por la serranía, es San Diego, pueblo del Cesar, considerado hermoso y colmado de bendiciones.
Cuando a Leandro Díaz Duarte le preguntaron sobre el lugar para ubicar el monumento, no lo dudó un instante y señaló a San Diego, el pueblo de sus amores, el pueblo donde creció musicalmente al lado del trío de guitarras de Antonio Braín, Hugo Araújo y Juan Calderón.
En ese pueblo quedaron sembrados los más grandes sentimientos del hijo de María Ignacia Díaz y Abel Duarte, quien tuvo la mayor capacidad de superación para con el paso del tiempo convertirse en el hombre que Dios le dio el milagro de la inteligencia para que expresara su sentir a través de canciones.
San Diego, tierra grata, lo acogió como su hijo y allá vivió momentos inolvidables y creció musicalmente. Precisamente por aquellos días Leandro Díaz lo recalcó en una frase: “En ese paraíso de amigos y largas parrandas, salí a darme a conocer por todas partes y era justo que un monumento en mi honor quedara ubicado allá”.
Seguidamente anotó: “El monumento es algo que me llena y me satisface mucho. Fue un detalle hermoso que me hizo Hernando Molina Araújo, siendo gobernador del Cesar”.
Sin dejar de hablar se remontó a los primeros años de su vida donde sufrió por culpa de la ceguera: “Mis padres no se preocupaban por mí, el niño que no hacía nada, sino por mis hermanos quienes eran sus ayudantes en las labores del campo. Me dejaban solo mucho tiempo en la casa y así crecí como un retoño perdido”.
También contó que se dedicaba a elaborar cosas con una navaja como cucharas de palo y totumas. Entonces relató una historia donde se enmarca de cuerpo entero su sufrimiento: “Siendo muy niño me subí a un palo de papayo en busca de la fruta que más me gustaba y me caí. No sé cuánto tiempo estuve privado del conocimiento por el golpe fuerte que recibí, y lo peor es que nadie se dio cuenta”.
La promesa
Esos hechos que narró en su mundo de tinieblas lo hicieron aprender a ser fuerte, poder armarse de paciencia y tener resignación. Precisamente esos hechos dieron motivo para su primera canción titulada ‘Quince de julio’.
Sobre ese canto relató: “Esa fue una canción de rechazo a mi familia porque me dejaban solo. Tenía que bajar al arroyo a buscar agua para bañarme y me caía mucho, rodaba pendiente abajo. Era un martirio y yo lo resentía. Mi mamá se mortificaba mucho cuando me oía esa canción y un día me rogó que no la cantara más. Le dije que era una promesa y se la cumplí”.
Después vino la canción ‘La loba ceniza’, que para Leandro era la primera para no violar el compromiso con su mamá. Esa obra también fue el primer tumbe literario y musical que le hicieron al poeta ciego del vallenato. Abel Antonio Villa, le puso el título de ‘La camaleona’.
La destreza de la memoria de Leandro era excepcional. Muchas de sus canciones tienen las palabras precisas, incluso llenas de poesía y filosofía que muchos no logran entender, pero que él sabía que salían de lo más profundo de su alma. De igual manera, Flotaba en su memoria el sentimiento puro, la esencia natural y el acumulamiento de experiencias vividas. Tuvo la virtud de que al cantar se aliviaran sus penas que al final las derrotó con el poder de sus versos.
En el monumento de San Diego está la estampa de cabeza a los pies, del hombre que dedicó toda su vida a cantarle al amor, a las tristezas, a la naturaleza, a las mujeres y que encontró la oportunidad precisa para poner en su puesto los hechos que tocaban su corazón dándoles el lugar que merecían.
Precisamente, en ese mundo de Macondo donde un ciego escuchaba en medio de su soledad a los árboles llorar porque les llegaba el verano y que en su pensamiento hacía posible que Matildelina caminara para que de inmediato una faz de la tierra sonriera. Ese es Leandro, el inmortal.
La historia de Leandro Díaz, homenajeado en el Festival de la Leyenda Vallenata del año 2011, se puede contar de mil maneras, pero siempre aparecen dos ojos sin oficio que tenían la connotación de ser del alma, una memoria lúcida y considerable cantidad de versos maravillosos que dieron cuenta de la belleza interior de la mujer destilando perfume y con ese encanto que la hace única en el mundo.
También se le preguntó sobre las canciones que estaban pegadas a su alma y mencionó las siguientes: ‘Seguiré penando’, ‘Dios no me deja’, ‘A mí no me consuela nadie’, ‘Cultivo de penas’, ‘Tarde gris’ y ‘Para qué llorar’. Todas relacionadas con el entorno de su vida.
Valor del monumento
El domingo 17 de junio de 2007, cuando se develó en San Diego, el monumento al maestro Leandro Díaz, elaborado por el escultor Jorge Luis Payares, hubo bellas palabras, cantos y aceptación total.
Al término del acto, el juglar le preguntó a su hijo Ivo, sobre el valor del monumento. No dejó que le diera la respuesta y anotó: “Es bastante, pero queda un recuerdo imperecedero”.
Sí. Quedó como constancia del valor de su talento inconmensurable, de sus cantos adornados de lo que no veía, pero sentía y por esa sencillez que iluminaba su vida. Todo encerrado en una de sus célebres frases: “Mientras más lento se piensa, más rápido se triunfa”.
Leandro Díaz, cantó con el mayor sentimiento esa canción que siempre amó. “Yo nací una mañana cualquiera allá por mi tierra, día de Carnaval, pero ya yo venía con la estrella de componerle y cantarle a mi mal…”.
Por Juan Rincón Vanegas
juanrinconv@hotmail.com