Hace más de dos meses, el profesor Juan Gabriel Gómez (Universidad Nacional), en un reporte publicado en EL TIEMPO se refería a las metáforas de la guerra como aquellos epítetos que, sin referirse a ella, la incitaban de una u otra manera, y agregaba que mientras esto estuviera sucediendo, alcanzar la paz era un imposible. Dentro de estos podemos citar peyorativos señalamientos como enemigo interno, castrochavismo, narco-guerrilla, hectáreas de coca, aspersión aérea, izquierda, comunismo, populismo, acuerdo con impunidad, ideología de género, más otras falacias; estos constructos ideológicos para desacreditar al adversario no son nuevos; eso del eje del mal, enemigo interno y externo lo han manejado los EE.UU en sus luchas gendarmes e imperiales.
Aquí lo adoptaron y les ha funcionado bien, el sentimiento religioso es carne de cultivo; el miedo es un sentimiento natural y fácil de transmitir; desde niño nos amenazaban con “el cuco”, que nadie sabía quién era pero hacía temer. Ser señalizado de enemigo crispa el debate y puede perderse la racionalidad como ha ocurrido con los grupos levantados en armas. La destrucción del adversario con epítetos subliminales y falacias puede conducir a la guerra.
Hay términos que son satanizados y otros sacralizados dependiendo de quién los enuncie. Ejemplo, la desigualdad en Colombia es una realidad fáctica, somos el tercer país más desigual del mundo, pero cuando alguien lee críticamente esta situación y habla de ella, dicen que este está sembrando el odio y la lucha de clases y por lo tanto, atenta contra las instituciones y “sobra” como le dijo un senador del CD a Petro; la lucha de clases solo opera cuando banalizan los problemas y se ignora a las minorías étnicas y raciales; ser señalizado así, por líderes políticos y con la resonancia de los medios, es convertirlo en blanco de los fanáticos que matan por sus ideas porque carecen de argumentos; por eso mueren centenares de líderes sociales.
La desigualdad es un factor perturbador que puede abordarse desde el punto de vista de la retórica o desde el análisis crítico; si se hace desde lo primero, se cae en el populismo, pero si es del otro lado es legítimo hacerlo. Colombia tiene una tradición violenta y de intolerancia atávica, nuestro transcurrir ha sido de guerras; por eso el diálogo es imposible, las posiciones son cada vez más vehementes y excluyentes, el interés particular prevalece sobre el público y el individuo sobre la sociedad.
La verdad, nos falta civismo para el debate. Cuando se extrema la intolerancia, surge el autoritarismo al estilo Luis XIV. Esto es fácil de vender en Colombia; en 2017, el Centro Nacional de Consultoría determinó que el 61 % de los colombianos tiene perfil autoritario, por eso este método ha calado tanto en amplios sectores de la sociedad. Más, el autoritarismo no es buen consejero y, más bien, induce a las gentes a replicar estas conductas. Dentro de esta categoría para gobernar, el crimen paga. A mis lectores, amigos y familiares, les deseo felices pascuas y un próspero año nuevo. Nos vemos en enero.