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Las cuatro enfermedades del Maestro Leandro Díaz

Las cuatro enfermedades del Maestro Leandro Díaz.

“Hábleme fuerte y claro que yo tengo cuatro enfermedades….” me dijo de manera jocosa y amigable, como si el que estuviera a su lado, fuera uno más de sus amigos de antaño. En realidad me hizo sentir así todo el tiempo.

La primera vez que escuché una canción del Maestro Leandro fue en el año de 1999, tenía 11 años y a mis manos llegó un cd en el que un grupo de niños del Cesar le cantaban a la paz de Colombia; era un coro fantástico liderado por una amiga de infancia que orgullosa e impetuosa supo conformar un conjunto de voces que cantando, entre otras cosas vallenatos, logró irrumpir en grandes escenario del país y el exterior a través de los talentosos niños.

En la voz de ellos escuché La Diosa Coronada, y hasta donde tengo noción, fue la primera canción vallenata que me aprendí en la vida. Por eso, cuando supe quién era el Maestro Leandro Díaz, se me volvió un sueño conocerlo. En mi cabeza no lograba asimilar, cómo un hombre que carecía de la vista, podía componer canciones llenas de elementos paisajísticos, descripciones físicas o simplemente recrear escenas de situaciones no percibidas.

Fascinado y sorprendido, escuché Matilde Lina y debo confesar, sin temor a equivocarme, que desde ese instante me enamoré del vallenato. Por eso mi encuentro con el ese 6 de mayo del 2013, será sin duda, uno de los días que guardo en mi ser con un sentimiento tan especial, que aún hoy no logro despojar de mí.

Se mostraba atento y curioso con mi presencia, y por momentos era él el que me hacía preguntas de forma sorpresiva como tratando de atarme a la conversación, evitando que me fuera prontamente.

Llegué puntual a la cita. Su hijo Ivo la había programado a las nueve de la mañana previendo que su papá estaría listo a esa hora para atenderme. Nervioso, cumplí la instrucción de la empleada de la casa, quien me pidió esperarlo sentado en el sofá que está en las afueras, justo en la puerta principal.

Ahí observaba los inmensos cuadros que adornaban la terraza, mientras consultaba en mi cuaderno de notas las preguntas que había escrito con detenimiento y rigurosidad desconociendo que hablar con él, era una cuestión más de espontaneidad que de estructurar métricamente una conversación.

De repente lo vi caminando de la mano de la empleada hacía la cocina a desayunar, vestía una camisa de cuadros morados, pantalón gris y chancletas tipo alpargatas. Caminaba lento, pero la empleada incisiva le dijo: apúrese que lo está esperando un amigo. No dijo nada, pero si comió rápido, como queriendo conocer al personaje que lo había ido a visitar, mientras a mí me sudaban las manos y el corazón me latía desesperado.

Fue al baño, se lavó las manos y sentí como trataba de llegar a mí rápidamente guiado aun por la empleada. Me levanté nervioso y busqué su mano derecha para saludarlo con un anhelo nunca antes vivido. Él, conociendo perfectamente estos asuntos, me tendió su mano y me saludó “¿cómo está? hábleme fuerte y claro que yo tengo cuatro enfermedades…….” Fue su saludo inicial, mientras estallaba con una risa contagiosa.

Hablaba fuerte y feliz. Yo empecé a darle las gracias por haberme recibido, aun cuando él no sabía de nuestro encuentro, pero mi intento fue fallido, porque además, desconocía su sordera, lo que me hizo repetir en varias ocasiones el mismo discurso que había preparado la noche anterior, pero que después resumí en un ‘muchas gracias por recibirme, maestro’.

Fue entonces cuando noté que por la calle empezaban a acercarse algunos espontáneos que curiosos buscaban saludarlo.

De manera rápida y egoísta, decidí que quería estar con él a solas, pero sobre todo que nadie escuchara lo que tenía para decirme, le pedí que habláramos dentro de su casa y ansioso aceptó, entonces guiado esta vez por mí, entramos juntos hasta la sala.

¿Maestro, cuál de sus canciones es la que más le gusta? “Eso es muy difícil, eso es de uno, pero le puedo decir que mis primeras canciones fueron muy escuchadas como la Diosa Coronada, pero la más escuchada de todas ha sido Matilde Lina” me dijo orgulloso y sonriente.

Se mostraba atento y curioso con mi presencia, y por momentos era él el que me hacía preguntas de forma sorpresiva como tratando de atarme a la conversación, evitando que me fuera prontamente.

“Yo me la paso aquí solito” me dijo en un tono tierno, y continuó, “Mi hijo Ivo me trajo a vivir con él, tranquilo que vivo aquí, porque se da cuenta de mí” Yo lo escuchaba y al mismo tiempo sentía que me hablaba en rima.

La soledad de la que me hablaba no era otra que la ausencia de sus amigos de siempre. Era el Maestro Leandro un hombre amiguero, dicharachero, leal y entregado desmedidamente a la amistad y por eso hablaba de la soledad, aun cuando su hijo lo llevaba a encuentros inesperados y sorpresivos con los pocos amigos que estaban vivos.

“Gabriel ahora meses me mandó a pedir una fotografía porque iba a hacer un libro y yo fui a Cartagena a llevársela…” Lo escuché atento. Comprendí que al Maestro Leandro había que dejarlo hablar porque su recorrido por la vida, sin duda, acumulaba historias fantásticas en las que fácilmente se podría comprender el origen de las canciones que componía.

¿Un libro de qué maestro? Le pregunté curioso. “Él dice que yo le cambié la expresión al vallenato. Me dijo que antes era de cualquier manera y yo lo hice con rima completa y con frases bonitas” Me hablaba de su encuentro con el Maestro Gabriel García Márquez, uno de sus más grandes amigos, y a quien había ido a visitar días atrás a Cartagena.

“Yo soy nacido y criado en el campo, en Lagunita de la Sierra en Barranca….” me dijo de repente, desconociendo él, que yo había leído sobre su vida y que incluso, la noche anterior, trataba de organizar en orden las preguntas que le haría esa mañana, tratando de aprovechar al máximo el tiempo.

Su nuera había llegado de la nada y se había sentado a un costado nuestro a disfrutar de la conversación. Nos reíamos con las ocurrencias con las que nos sorprendía el Maestro, mientras al mismo tiempo, le pasaba mi celular para que me tomara algunas fotografías, añorando que mi encuentro con aquel personaje de mi infancia, quedara retratado por siempre en una imagen.

“La música bien entendida es bella, bien empleada, muy bella. Si a usted le gusta una mujer, y si puede hacerle unos versos, se los hace con el alma, si baila con ella, baila con gusto, es decir que la música tiene sus elementos especiales para vivirla” Hablaba así, de la nada, de repente, expresando muchos sentimientos por minuto, con una sabiduría tierna de la que no pude despegarme.

Tenía muchas cosas que preguntarle, pero su espontaneidad solo me permitía escucharlo atento, embelesado por su inteligencia y cautivado por su sabiduría. Quería saber si añoraba a su edad las parrandas, pero llevado tristemente por su sordera, empezaba a hablar teniendo en cuenta como premisa la única palabra que escuchaba, que en ese momento fue parranda.

“La parranda bien hecha es bonita porque uno tiene la oportunidad de escuchar la música. En bailes no se escucha, usted baila, toma el compás del baile y ahí va, pero no escucha la música tan bonita como en la parranda.

En la parranda es mucho más expresiva” Era fácil denotar en él la nostalgia que siempre traen los tiempos pasados, y siendo un ser con un alma tan transparente, solo había que mirar sus gestos para saberlo.

Mostraba inquietud por hablar sobre el vallenato, entonces le pregunté de forma contundente, hacía dónde creía que iba el género. Su respuesta, no podría ser otra que la de referirse de forma juglaresca sobre la música que hizo durante toda su vida de forma pintoresca y amena. “Bueno, yo lo llevo al universo a que lo conozcan, porque es que pasa que el vallenato oyéndolo bien es que es bonito y tiene una forma de expresar su propia vida y la propia vida de la región y uno lo dice en una canción.

A mí me encanta a pesar de que yo no soy vallenato, yo soy guajiro, pero como eso no tiene nada que ver con personajes…”

Le preocupaba el rumbo por el que iba el vallenato, aun cuando comprendía la evolución que debía tener, entonces, después de un largo silencio me dijo con un temple fuerte y radical: “los que toca acordeón hoy en día ya dejaron de ser acordeoneros, ahora son acordeonistas”

Llevaba dos horas sentado frente a él y sabía que se acercaba el momento de nuestra despedida, aun cuando él continuaba hablando espontáneamente, mientras yo sorprendido y atónito aun no daba crédito de su interés por conocer sobre mí.

Quise saber cómo quería ser recordado, pero él, en un gesto de humildad, se refirió a Dagoberto López, el amigo del que yo había llegado a hablarle, “la gente que le sirve a la humanidad no debe olvidarse. La humanidad a veces se porta ingrata pero es porque no tiene el valor civil de pensar que si usted le sirve a alguien es porque tiene gusto de hacerlo”.

Traté de dilatar la despedida, y él también. Entonces solo busqué su mano para agradecerle nuevamente su noble gesto de atenderme y conversar conmigo de esa forma. Solo atinó a decirme nuevamente, con una desbordante humildad “si acaso le haya servido de algo, a la orden. Acá tiene un nuevo amigo, y si necesita algo más, me llama que yo lo ayudo”

Pero el Maestro Leandro quiso regalarme algo más que sus palabras. Ya resignado por mi despedida me atrapó con un “ahora tengo una cancioncita por ahí que se llama, No le temo a los años” le pedí que me la cantara.

Yo soy el hombre, que no le teme a los años
Porque ellos vienen conmigo, desde el día en que nací.
Y aunque la vida me haya dado mil trabajos,
Pero los años no se separan de mí.

Yo soy un hombre, en esta vida, soy un hombre con historia
Y a los 17 años me metí a compositor
Porque el piadoso me dotó de una memoria
Que otros con vista no la tienen como yo.

Conozco gente que al llegar a los 50
Le temen a los 60 porque viene la vejes
Yo soy dichoso porque ya pasé de 80
Y todavía le canto alegre a una mujer.

Cuando yo muera, dejo para que me recuerden
En muchas de mis canciones
Mi manera de sentir
Mientras las otras se las dejo a las mujeres
Pa’ que suspiren cuando recuerden de mí.

Yo siempre paso por cabaña florecida
Y muchas de ellas con su aroma me enseñaron a querer
A que yo diga que en el jardín de la vida,
La última flor que se marchita es la mujer.

“Hábleme fuerte y claro que yo tengo cuatro enfermedades: ciego, sordo, viejo y pobre” y estalló es una risa casi que eterna. Me fui, con esa felicidad excesiva que solo nos regalan los sueños cumplidos, y que solo hasta ese momento conocí. Me regaló un largo abrazo, y una despedida con pronto regreso que nunca llegó.

Días después de su muerte, supe que mi encuentro, había sido su última entrevista, que para mí, fue una feliz conversación con un amigo del que guardo como un tesoro invaluable, varias fotografías y una grabación llena de risas, historias y cantos.

“La música bien entendida es bella, bien empleada, muy bella. Si a usted le gusta una mujer, y si puede hacerle unos versos, se los hace con el alma, si baila con ella, baila con gusto”.

Por: Antonio Peralta Nieto

Categories: Cultura
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