Dedicada a Ángela Rosa Ferreira Anaya, mi esposa, destinataria de tantas y tantas cartas de amor.
La lectura de la novela epistolar «Las amistades peligrosas» (1782), de Pierre-Ambroise Choderlos de Laclos (Francia, 1741-1803) tiene la virtud de tender puente hasta los nostálgicos años ochenta del siglo pasado, los últimos de la carta como vehículo de comunicación entre personas separadas por la geografía. En ese contexto, la carta de amor jugó un papel protagónico; es más, muchos matrimonios se salvaron gracias a las cartas. Este último juicio, los mayores de 60 años lo entienden mejor.
Muchas anécdotas se pueden contar sobre lo que significó la carta. A los adolescentes y jóvenes internautas de las redes sociales, me voy a permitir contarles dos anécdotas que los hará palidecer de pudor. En efecto, una carta bien valorada (‘dime cómo escribes y te diré quién eres’) era inconcebible llevarla al correo si antes no se estaba seguro de su pureza ortográfica. La primera anécdota, que aún se cuenta en Popayán, tiene como protagonista a su poeta insigne, el maestro Guillermo Valencia: “Un día se me acercó la muchacha del servicio y me pidió que le ayudara a contestar una carta al novio, el policía de la esquina. Cuando se terminó la respuesta, se la leí” –Muy buena, ‘doptor’, pero le falta lo principal.
”–¿Qué es lo principal?
”–Que perdone la mala letra y la mala ortografía”.
La segunda anécdota, me involucra. En 1980 yo estudiaba literatura en la Universidad del Cauca, y habitaba en residencias universitarias; para esa época había muchos costeños estudiando en esta universidad. El vecino de mi pieza era un muchacho de Valledupar (cuyo nombre no conservo), cursaba los últimos semestres de ingeniería civil.
Le escribía cartas a la novia. Siempre eran dos hojas ‘tamaño carta’, con rayas; cuando tenía listo el ‘borrador’ iba hasta mi pieza y me lo entregaba, para que yo le hiciera las respectivas correcciones ortográficas. Luego que la pasaba en limpio, la metía en el sobre y la llevaba a la oficina de correo. Lo cuento para que, quienes hoy escriben en redes sociales, adviertan el alto concepto ético y estético que en aquella época se tenía de la escritura.
Y a propósito de la buena redacción, la escritora italiana María Teresa Serafini, en su obra «Cómo redactar un texto» (1989), sugería la escritura de cartas como ejercicio útil en el azaroso proceso de aprender a escribir. Competencia casi perdida, y no muy bien reemplazada por ‘el aquí y el ahora’ de las redes sociales.
Y para terminar con lo anunciado en el título, concluyo el artículo con un fragmento de esta novela, estructurada en forma epistolar. Una fresa también, sobre el pudín de la nostalgia.
«Mas después nos hemos separado; y desde el momento en que he dejado de verte, la idea de escribirnos ha vuelto a atormentarme. ¿Por qué, me he dicho, imponerse esta privación más? ¡Qué! ¿Cuando se está lejos, ya no se tiene nada que decir? (…) En gozar, sí, mi tierna amiga; pues a tu lado, los momentos mismos de reposo ofrecen un gozo imponderable. En fin, dure lo que dure la entrevista, se acaba por separarse. ¡Y luego se queda uno tan solo! ¡Entonces una carta viene a ser tan preciosa! Si no se lee a lo menos se le mira… ¡Ah!; sin duda, se puede mirar una carta sin leerla; así como me parece que por la noche tendría yo placer en tocar tu retrato… ¡Tu retrato, he dicho! Pues una carta es el retrato del alma».
Por: Donaldo Mendoza.