La semana anterior estuve visitando al poeta José Antonio Murgas, con las pausas de su memoria cercana a los 92 años, recitó: “Esta palabra, Valledupar, la trajo un ángel que tomó el barro y regresó a la noche, y el dios tribal la encontró en el bosque para fundar la liturgia de la tribu”.
Estos versos revelan su talento poético que tantas veces lo celebramos en el Festival de Poesía de San Diego y en reuniones del ‘Grupo Alfarero’ en Valledupar, en las décadas de los ochenta y noventa.
Jose Antonio Murgas, sandiegano raizal, desde su infancia fue un soñador del paisaje que observaba en el preludio de la primavera la raigambre de la lluvia, los caminos mestizos de llanuras, el sol radiante tropical y la voz vegetal del viento.
Perfecta Murgas Puche, excelsa mujer consagrada a los ritos del evangelio católico, perfiló la infancia de José Antonio por las rutas de la responsabilidad y el estudio; ya en los años de bachiller en el Liceo Celedón, de Santa Marta, se destacaba en los centros literarios por su oratoria lírica, y luego en la Universidad Nacional de Colombia fue reconocido por su participación en el movimiento estudiantil contra la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla (1953 –1957).
En la vida pública: insigne abogado, congresista en representación de Magdalena Grande, y su histórica obra: autor del proyecto de creación del departamento del Cesar (Ley 25 de 1967). Después fue gobernador del Cesar, ministro de Trabajo, embajador de Colombia ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y rector de la Universidad Popular del Cesar. Estas dignidades lo erigen como ilustre personaje en la historia del Cesar; pero hay otra dimensión que lo entroniza en el podio del arte, y es su obra poética; los que la han leído, no dudan en calificarlo como un poeta mayor. Además, es virtuoso declamador.
José Antonio Murgas ha forjado en la liturgia de la meditación y en las horas de serenos silencios, la epopeya secular de los libros, extensión ritual de la imaginación y la memoria. En sus largos años se ha poblado de imágenes provincianas y universales: de pájaros pincelando el viento, de nubes en la celebración de la lluvia, de los ríos en la arboleda perfumada, de las montañas en la fértil estación de las semillas, de las calles citadinas abrazadas a la esquiva compañía de la nostalgia, de los monumentos que guardan las gestas de la tradición, de los amores que conquistaron la geografía de su alma.
Evoca a los rapsodas en los heraldos de sus ancestros: la procelosa negra que bailaba excitada en los estambres del palenque, la magia del maíz alucinado en las mujeres vallenatas al ritmo de piloneras. Y aún escucha las palabras luminosas de filósofos y poetas. Antes de despedirme, le leí estos versos: Aquel caballo de Atila/ para usted nunca será/ bajo sus pies siempre está/ la yerba reverdecida/ los honores de su vida/ la historia recordará.
Por José Atuesta Mindiola