De todos los poderes con los que un particular puede ser investido en nuestro país, quizás el más volátil sea la capacidad de impartir justicia, de determinar qué es legal y que no, de decidir entre el bien y el mal. Cuando se tiene entre manos una potestad de tal magnitud, con la cual se puede hasta privar a alguien de su libertad, la responsabilidad que se exige para emplearla sabiamente es de una valía altísima y por ende no siempre está al alcance de todos los hombres. Colombia, por desgracia, parece ser otro remanso de juecesembriagados de poder por una función temporal que desemboca en vergonzosos delirios de grandeza y desmanes de superioridad. Una pena antijurídica, un fracaso legal.
Así pues, una nueva casta social se ha erigido silenciosamente entre nosotros para ocupar un lugar preponderante y muy poderoso. Hoy esa selecta élite llamada “Magistrados” son los auténticos dueños de la verdad y no temen dejárselo en claro al que sea necesario.Los políticos les temen porque su suerte en cualquier momento podrá llegar a depender de aquellos martillos ajenos y sus abusos quedan generalmente cubiertos por un irresistible manto de impunidad, ya que son jueces y partes de sus propias fechorías. Es inútil denunciar a uno de ellos cuando la decisión final sobre cualquier sanción la ha de tomar su compañero de mesa, el mismo con el que ha sido vecino de poltrona durante años y años de ejercicio laboral.
Ayer fue cualquier Fernando Castañeda Cantillo, uno de los enviados mesiánicos del Tribunal Superior de Cúcuta, al que los medios atraparon en video confrontando con cuchillo empuñado a una veinteañera que se parqueó por error en su puesto. Hoy es José María Armenta, del Tribunal Administrativo de Cundinamarca, almorzando con el Secretario General del Acueducto de Bogotá en un claro conflicto de intereses por ser él mismo quien decidió la suerte de algunas tutelas a favor de Gustavo Petro. Mañana son los preclaros miembros de la Corte Suprema que le atravesaron palos en la rueda a la decisión de la Corte Constitucional que sepultaba las “megapensiones” de varios funcionarios públicos, todo para torpedear la decisión y hacerla casi inaplicable.
Para ser magistrado no se requiere ser el mejor abogado, sólo hay que tener los amigos correctos en las posiciones correctas. Así pues, nuestro país ha visto muchosilustres juristas que nunca llegan a las grandes ligas de estas Cortes burocráticas, pero sí se ha indignado con varios casos de sujetos cuestionables de dudosa competencia que se alzan orondos en sus despachos sin ningún mérito más que ser cómplices gustosos de otra repartición de mermelada de la que poco se habla.
Colombia vive la tiranía de la toga desde hace un largo tiempo. Una era oscura donde un magistrado no queda contento con una pensión de 15 millones de pesos, donde los expedientes se estudian en altamar y donde todos aquellos valores que deben reflejar los guardianes de nuestra Constitución se han diluido por los excesos de una preocupante mayoría.
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