Muchas veces vemos cómo la vida se nos pone patas arriba y pensamos si habrá algunos que tienen derecho a dormir tranquilos en esta conmoción. En apariencia, las naciones y los pueblos cambian y por ende, nosotros también, ya sea porque estamos de acuerdo con el cambio o porque lo rechazamos deliberadamente.
Todos estamos implicados; somos de una u otra forma protagonistas de estos acontecimientos y nadie, absolutamente nadie, puede sentirse fresco en mitad de la fiebre que padece hoy el mundo entero. Si analizamos nuestro comportamiento, podemos observar que nadie desde arriba en un acantilado mira sonriendo hacia abajo, viendo cómo todo el mundo, consciente o inconsciente, se ahoga sumergido bajo las aguas de la intolerancia y del egoísmo, de la guerra y la enfermedad y, lo peor, nadie sabe hacia dónde va.
La Tierra tiene fiebre y paradójicamente el aliento frío (nuestro escalofrío humano) que la cubre hoy, está sorbiendo la calidez de las palabras, las mismas que nos pueden permitir perseguir un cambio, un nuevo orden, como dirían algunos. Todos queremos abrirnos paso por una tierra llena de tribulaciones y visiones, soñando con vivir un futuro mejor, pero viviendo terriblemente el presente, haciendo caso omiso a las enseñanzas del pasado.
Y es que pareciera, de igual manera, que la sangre nos corriera más caliente por las venas y eso hace que nuestro actuar sea convulsionado, sembrando terror donde no existe, dejando atrás los verdaderos sueños y deseos, para vivir despertando en pesadillas, alimentando más la terrible realidad de la humanidad: una guerra de todos contra todos.
Parece que la historia siempre es digna de repetirse y hoy vemos a profetas, verdaderos y falsos, que vuelven a tener poder sobre la gente, que los escucha, prestando atención, andando con fiebre, todos los días y todas las noches. ¿Cederá la fiebre?, nos preguntamos. Quizás si ello sucede todo tendrá un nuevo valor para nosotros, e incluso, como dijo Zweig, lo igual será distinto. Pero, mientras eso ocurre debemos poner de nuestra parte para intentar calmar esta fiebre insomne, la que no nos permite pensar en sociedad. Solo quienes han experimentado la enfermedad saben y conocen la gran suerte que tiene el sano, solo quien ha padecido de insomnio conoce y disfruta de la dulzura del sueño que se ha recuperado.
Si no podemos perdonar y conciliar, seguiremos viviendo en el pasado y no podremos apreciar con mayor seriedad y justicia el valor y la belleza del presente en nuestras vidas, aunque el recuerdo nos muestre que las piedras del templo de la paz aún están manchadas de la sangre de muchos sacrificados y víctimas inocentes. Entonces, ¿nos quedamos en el pasado o tratamos la fiebre que hoy nos hace hervir la sangre?
Y, lo más importante, debemos comprender que la fiebre, no es la enfermedad, es un hecho o condición que se manifiesta cuando se eleva la temperatura a la considerada normal y por lo general es la respuesta del organismo a agentes externos de naturaleza infecciosa, que es lo más frecuente, o a causas no infecciosas, obedeciendo, por ejemplo, a lesiones en ciertos territorios nerviosos del organismo vivo.
Como dije, la tierra tiene fiebre y quizás la infección sea la humanidad, quizás suene crudo y hasta un poco desagradable, pero es la verdad. Si somos la infección, debemos tratarnos, si ocasionamos las lesiones a las tierras, debemos parar nuestro actuar dañino y tal vez lo que ahora parece terror pasará mañana a ser grandioso tras una maravillosa transformación y entonces, aludiendo nuevamente a nuestro Zweig, con anhelo recordaremos estas noches infinitas, cuando en esa mágica extensión sentíamos en la sangre el destino que vendría y el aliento cálido del tiempo sobre nuestros párpados despiertos.
POR: JAIRO MEJÍA CUELLO/ EL PILÓN.