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La soledad de la última noche

La soledad es un sentimiento de decantación de la emoción de tristeza, que trata de entusiasmarnos con sus encantos cada vez que nos aislamos de la vida social, y se vuelve tan obsesiva que nos asedia por todas partes hasta arroparnos bajo su manto; al lado de ella, para mí, parece que encontrara mis momentos más claros de inspiración, en especial cuando tomo papel y lápiz para expresar mis pensamientos.

La soledad siempre será un inconveniente para los poderosos, pero una fuente poderosa para la inspiración.

Alabo a la soledad cuando me hace olvidar de los problemas cotidianos, pero qué nostalgia me atrapa cuando en mis meditaciones profundas pienso en la soledad de la última noche, sí, en la soledad de la última noche cuando el modernismo ha arrasado por completo con las sentidas costumbres de entonces en que los seres queridos eran los últimos, negándose totalmente a abandonar el recinto de la partida, prefiriendo pasar la noche en vela con sus muertos, cuidando aún los vestigios de vida que milagrosamente pudieren darse.

“Hoy le tocó el lugar del protagonista de la última fiesta…”, pensaba al observar la imagen de un amigo, lívida, a través del cristal de un simple ataúd en donde este ser querido, en trance de la partida total para el encuentro con la soledad de las noches eternas.

Me ponía a pensar, meditar y analizar. La muerte tiene dos estados o etapas formales; una es la muerte aparente que corta de tajo nuestras emociones que están en lo profundo de nuestro cerebro, el cual inmoviliza nuestros músculos, que son los que activan el idioma natural de los gestos, nuestro idioma primario, motor de las emociones; y en este estado, mientras aparece la muerte última, o muerte real, que se manifiesta al empezar a diluirse el pensamiento.

Este nos permite darnos cuenta de todo lo que ocurre a nuestro alrededor, con tiempo para criticar algunos cambios sociales en nuestras costumbres, que nos entregan a la soledad de la última noche tan pronto los asistentes creen cumplido el deber de despedir a sus muertos.

Así es, el pensamiento es lo último en esfumarse, y así se observa cómo van saliendo todos de la sala fúnebre y poco a poco se va quedando uno solo, a la espera de la última noche en el seno del viento. Da tiempo para experimentar y pensar sobre la verdad verdadera y en que nadie quiere a los muertos; y en la verdad de cómo le permiten a uno, en ese estado, hermanarse con la soledad total.

Se ve cómo se retiran los amigos queridos, los familiares cercanos que expresaron en vida cierto aprecio, algún extraño que por cosas del destino podría estar en un lugar que no le corresponde fruto de la causalidad; los hijos en su afán de reorganizar su vida y la mujer querida que se niega a abandonar totalmente al amor de su vida, dando a entender sobre la eternidad en su esencia de este sentimiento y el rechazo a la soledad.

Y llega la noche final. Entonces, sumido en el letargo, se piensa en lo bueno y lo malo, en todo lo que se debía hacer y no se hizo, en todo lo que se pudo ayudar y no se logró; en un milésimo de tiempo se recorre toda una vida, su farsa como comedia, la inequidad existente, la cantidad de mediocres que aún no saben de qué Dios existe.

Se piensa en tantas almas buenas que ejercen la caridad cristiana y reparten en forma gratuita la sensibilidad social y en tantos torpes e ineptos que ocupan los lugares y privilegios de la sociedad mundial de la vida en la lucha por su destrucción, donde el poder del dinero mal habido ha condenado con la ceguera maldita los destinos de la humanidad a través de una profesión mal entendida, llamada política.

Cuando ya se ha diluido totalmente el pensamiento aparece el túnel final de las noches oscuras y de las noches eternas, que ponen punto final a la ilusión llamada vida, de la cual nos creímos dueños eternos y que, al instante, vuelve en polvo a convertirse, por la magia persuasiva de un último suspiro.

Con la proximidad de la muerte se siente uno tan solo, tan solo, como lo que se siente cuando se ve destruir el mundo a través de tantas guerras sin sentido, y no tenemos más remedio que mirar fijamente el infinito y pareciera que estuviéramos buscando a Dios como la última esperanza.

En todos estos días no he hecho más que asistir a velorios, por ello no dejo de pensar en la soledad de una última noche.

Por: Fausto Cotes N.

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