Aún no aparecía el indeciso fulgor de las auroras. Un paralizado diluvio de pecas luminosas tachuelaban el cielo. Como una lágrima de vidrio, con su luz fría, en lo alto estaba Venus, llamado así por los que rebuscan el cosmos con binóculos y catalejos de ciencia. El mismo Nantebe de los indios que en bohíos habitan entre los quiebres de la Sierra; el Molendero de los muleros de recuas mañaneras y de los que apuran bueyes en los redondeles de trapiches montañeros.
En esa aldea dormida sobre un paraje de pesebre decembrino, dos estampidos de arma corta quebraron el reposo de la madrugada. Antonio Urrutia saltó de su cama y dijo: “¡Esa es mi arma!”.
Malhumorado estaba por su vigilia a causa de la sangre que se les escabullía gota a gota por las aletillas de la nariz, pese a los frotes de paños de agua tibia con amoníaco que le pasaba sobre su frente Genoveva, su esposa, con la letanía de sus reproches por haberse ganado ese tabardillo cabalgando un mulo bajo un sol tirano tras unos becerros en sus potreros de Pontón.
Ya también se había apagado el fragor festivo de un toque de colita, arriba, donde Pascualita. “Los Turpiales de Isolina” fue la última tonada que bajó con la brisa del redoblante de Nicolás Araújo, las maracas de Juanchito Sarmiento, el bombo de Antolino Villazón y el acordeón de Agustín Montero.
Esa madrugada, antes de que el péndulo del reloj de su sala diera los tres golpes de gong, Antonio Urrutia había sentido unos pasos desarticulados que descendían por la calle y se detenían frente a su ventana. Oyó la voz de su compadre Ernesto Pumarejo suplicándole el préstamo de su revólver para ampararse en el resto de calle que le faltaba para llegar a su casa. Aun cuando nada raro sucedía en esa aldea, sabía de los antojos de él cuando se embolataba con ron. Entonces fue a la repisa de la alcoba y ya de nuevo en la ventana, le entregó el revólver de quiebra y tambor de cinco tiros.
Con un refunfuño, Genoveva Gutiérrez le reconvino: “Las armas, así como el cepillo de dientes, no se prestan”. Él, con la voz ahogada en un bostezo, le contestó: “Son cosas de borrachos”. Unos minutos después retumbaron los disparos.
En el barranco del Azuceno, Pumarejo se detuvo en seco con el estupor cincelado en la cara. Ahí plantado estaba aquel hombre con la mirada de felino emboscado. Ante aquella situación repentina, aventuró una frase suelta y en voz alta que le quebrara los cristales a su miedo. Sólo sintió algo silencioso que le desgarró muy adentro, y aquel chorro tibio y viscoso que huía de su cuerpo. Con ojos bien abiertos sacó el revólver de la pretina buscando al agresor que ya no estaba. Entonces, con los dedos crispados por la prisa con que se le iba la vida, rompió el aire con dos detonaciones.
A medio vestir, Urrutia se precipitó a la calle. No sintió el soplo helado de la brisa que le golpeó la cara cuando quitó la tranca de la puerta. Con la orientación de los estampidos, se fue al barranco del Azuceno, calle abajo. El haz de luz de su linterna descubrió el cuerpo tirado de alguien que gemía con las manos en el vientre. El caído sólo alcanzó a decir: “¡Compadre, Chico Arias lo hizo!”.
Los comentarios llovieron. Se suponía un error en la víctima sacrificada. Algunos trajeron al caso la vieja ojeriza que el homicida sentía contra Nicanor y Agustín Montero, dos primos entre sí, formados por Bernardino de Alfara, un presbítero católico, Nicanor se había ido a levantar plantel de letras por Valle Dupar y Agustín se había quedado haciendo de juez con códigos y memoriales, tecleando la botonadura de su fuelle melódico. La inquina cobró vuelo porque en esa aldea de bandera roja, en 1914, Agustín puso más sufragios a José Vicente Concha, su candidato godo para la presidencia de Colombia, que los logrados por Chico Arias con el postulado Carlos Lozano y Lozano de los cachiporros liberales.
A más de todo eso, los que atizaban pleitos allí, ponían en boca de Chico sátiras y agravios contra Agustín, dizque porque vivía en la plaza de la aldea como un don, que vestía de saco y corbata dando consejos con cita de proverbios, que se había casado con una dama ojiazul de estatura social en la provincia y porque se carteaba con gente de rango de todas partes con quienes departía, en ocasiones, con su acordeón; ese mismo aparato que había sonado sobre su pecho, según decían, en las noches de fogata por los campamentos azules de la última guerra civil, cuando sirvió de amanuense al general Ignacio Folíaco.
La noche del crimen, Chico Arias había esperado ansioso con sus ojos amarillos de gato en sigilo. Arrimó su cuerpo a una barranca de arena gruesa socavada por los aguaceros de todos los siglos que le hacía de escondite. Había deseado que todo fuera diferente a como iba a suceder. Un reto a la vista de todos era su deseo, pero Agustín Montero no era hombre de ruidos, ni de gritos siquiera, y sus pleitos los casaba con boletas de la Comisaría, testigos y escritos en papel sellado.
Para distraer su corazón alterado con la angustia de la espera, comparó aquella pelea imposible con el combate de gallos de un domingo lejano en el cercado de Eliseo Torres. Vio en el recuerdo las pechugas contraídas de las aves de patio mirándose con colérica arrogancia y las plumas del pescuezo levantadas en un iris soplado de colores. Luego las centellas de luces tornasoles en las volteretas por el aire en un torbellino con visos de hojalata.
Atento al mínimo ruido, cortó las imágenes del duelo a muerte de los gallos porque le pareció escuchar pasos humanos que venían bajando. No distinguió el rostro, pero tenía la certidumbre que era Agustín viniendo de donde Pascualita, y que ya iba en la ruta de su casa. Aspiró una bocanada de aire y esperó con los nervios en punta hasta cuando lo tuvo al alcance de la mano. Salió de súbito frente a ese hombre que esperaba. Creyó verlo con la claridad que lo alejaba de toda duda, y supo, en ese último momento en que le hundía el puñal, que se había equivocado…
Nueve voluntarios con escopetas y perros monteadores se fueron tras el fugitivo. Lo encontraron al pie de un nacedero de agua, en su propia socola, frotándose los dientes con raíces de paja limoncillo. Presentó las manos para que las ataran. Lo llevaron a la capilla de la aldea. Allí sobre un borriquete estaba el ataúd que prestó Jesús Oñate, haciéndolo descender de las vigas de su casa. Cuatro velones daban una decaída lumbre. Sobre un bullón de tela estaba el cuerpo de un hombre. Su cara de tinte ceniza parecía un maniquí de parafina. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho y en una de ellas, cerca de los nudillos, se le veía una vieja cicatriz como una rodaja de espuela.
Las preguntas del comisario fueron breves. El reo reconoció al difunto como Néstor Pumarejo, y que, además, él le había dado muerte porque le expresó una frase de desaire. Entonces añadió: ‘Me dijo, ¡Ambúa nare, garrapiño!’.
Desde entonces, metido en el mundo de sí mismo, Chico Arias no volvió hablar con nadie. Atado al cabezote de una silla de montar sobre una mula y con cuatro guardias de vista, salió un día de la aldea. Después de la noche de su delito, comenzó a sentir el desgaje de su espíritu con la mortificación de su acusadora conciencia. Le venían unas repentinas ganas de llorar, pero reprimía ese deseo que arruinaría su prestigio de varón temido. Pensaba que, en cien años, quizás, nadie revolvería las cenizas de ese dolido drama, y hasta deseó que hubieran pasado para que su nombre estuviera más allá de la memoria de los hombres.
Sabía que un presidio con muros enmohecidos de bruma lo esperaba en una ciudad azotada por el viento agresivo de los páramos, y quería que el frío le rajara los labios y le encogiera sus dedos homicidas, hasta hacerse de piedra dura para soportar la terca evocación de su delito. Ahora tenía muy en mente que él inspiraba asco a los hombres y por eso sentía piedad de sí mismo.
Una ráfaga de brisa, como una bendición, bañó su cuerpo. En ese instante tuvo la idea fugaz que una mano con una cicatriz como rodaja de espuela, tomaba la suya para hacerle una cruz sobre la frente, y por primera vez, desde aquella madrugada del doloroso pecado, se le fueron borrando los pliegues ajados de la cara.
Era abril, el mes de las mariposas. Ahora, de súbito, el reo cautivo se dio cuenta que en ese mediodía todo era color y vida. Miró los rizos de las nubes y percibió el susurro del viento entre los matorrales vecinos. Le pareció que el mundo estaba rebosado de milagros bondadosos, y que él nunca los había vivido.
Volvió los ojos atrás y a la distancia aparecieron las últimas montañas de su aldea que se deshacían con un restregado maquillaje de esmeralda.
Por: Rodolfo Ortega Montero.