Aquella mañana era especial. Jesús y sus discípulos habían llegado a Jerusalén y se dirigían al templo. Algunos los miraban de reojo mientras hacían comentarios acerca de los milagros obrados por el Nazareno, otros ni siquiera se enteraban de la presencia del Maestro–Carpintero. Las calles de la ciudad estaban abarrotadas de personas que habían venido desde todas las latitudes del país para celebrar la fiesta de la Pascua. Era un momento muy solemne del año: en medio de sacrificios de animales, rituales preestablecidos y comidas familiares, se conmemoraba la forma cómo Dios liberó a su pueblo de la esclavitud.
Jesús caminaba lentamente mientras comentaba algo en voz baja con sus discípulos; algunos niños se aceraron para saludarlo y con cariño los bendijo. Al fin, luego de girar en una esquina, apareció ante sus ojos el majestuoso templo: una construcción imponente, la morada de Dios en medio de su pueblo, la obra maestra de Salomón, el más sabio de los reyes de Israel, el lugar en donde cielo y tierra se fundían en uno solo. Los abundantes escalones que conducían hasta la entrada hacían a los visitantes tener la impresión de que estaban literalmente subiendo al cielo.
La casa del padre. Un suspiro se escapó del pecho de Jesús e inexplicablemente sus ojos se aguaron, pero ninguno de los acompañantes se atrevió a preguntar nada. Muchas veces el silencio es más elocuente que las palabras. Al llegar a la cima los doce pudieron comprobar que los puños del Maestro se encontraban cerrados, su ceño fruncido y su rostro expresaba claramente una terrible irritación. Era momento de preguntar pero, antes de que palabra alguna saliera de sus bocas, Jesús tomó un látigo y arremetió contra los vendedores y cambistas, volcando sus mesas, esparciendo su dinero y gritando por doquier que la casa de su Padre no debía ser convertida en una casa de negocios, cueva de bandidos. La sorpresa fue enorme. Jamás lo habían visto así.
La gran cantidad de personas que visitaban la ciudad por aquellos días creaba una excelente oportunidad de negocio: los fieles iban a ofrecer sacrificios de animales, algunos los traían desde sus ciudades, pero para otros la distancia era el inconveniente principal para llevar consigo uno o varios animales a lo largo de extenuantes caminatas. Había mercado, necesidad de un servicio específico, la oferta comenzó siendo poca pero debido a la altísima demanda pronto se multiplicó; los precios de los productos subieron de manera caprichosa y el poder adquisitivo de las personas se redujo considerablemente. La peor parte la llevaban los pobres, para quienes la compra de una oveja era imposible y debían limitarse a ofrecer aves, productos a los que se ajustaba su presupuesto.
La actitud de Jesús es una protesta contra la “economización” de la religión, contra la explotación del hombre por el hombre, la falta de humanidad en los negocios, la injusticia económica y el olvido de que Dios merece ser amado antes que cualquier cosa y por encima de cualquier cosa. Feliz domingo.