Para convertirse en un laberinto de caricias, placer y delirio, el sexo necesita de ingenio y audacia. Mejor dicho, requiere de mucha imaginación. Michel Foucault, quien era un filósofo de la trasgresión, lo confirmó: “El sexo no es una fatalidad, no; es una posibilidad de vida creativa”. Cuando la mente escapa hacia la fantasía y la ternura, resulta ineludible que los labios palpitan como un timbal, los ojos florezcan como un espejismo de la luna y la piel sude los más recónditos deseos.
La Ley 1801 de 2016, que se titula de manera hermosa: “Código Nacional de Policía y Convivencia para la Paz”, señala en el numeral 1 del artículo 32, entre los sitios que no se consideran privados, los “bienes muebles… que se encuentran en espacio público, en lugar privado abierto al público…”. Además, indica en el literal b del numeral 2 del artículo 33, entre los comportamientos que afectan la tranquilidad y las relaciones respetuosas, los “actos sexuales o de exhibicionismo que generen molestia a la comunidad”. Luego añade que dicha conducta tendrá una multa de 16 salarios mínimos diarios legales vigentes: $ 328.000.
Así que el nuevo Código de Policía prohíbe las relaciones sexuales en el interior de los carros, muebles que no se consideran -insisto- como lugares privados cuando se encuentran estacionados en un sitio público o privado abierto al público. Eso sí, el texto deja entrever, como un requisito determinante para que se configure la falta, más allá del espacio en donde se realice, que la conducta debe generar molestia a la comunidad.
Sin embargo, la norma debería ser más categórica para evitar embrollos. Es necesario establecer, de manera indudable, si para la imposición de la multa aquello de “generar molestia a la comunidad”, debe ser expreso e imperativo o simplemente la autoridad policiva lo puede deducir, ya que es factible que, en algunos casos, los ciudadanos que adviertan la situación no sientan ni expresen desagrado (a veces la solidaridad humana o el subconsciente voyerista lleva a la complicidad), entonces le correspondería a la policía, en caso de que se percate del evento, actuar de forma oficiosa, desconociendo lo que están pensando los espectadores.
Por otro lado, la ley debería excluir de la prohibición, aquellos actos sexuales que se desarrollen en espacios públicos o privados abiertos al público, pero que no sean concurridos o permanezcan íngrimos. Por la soledad del lugar, no se afectaría al colectivo, que es a quien se busca proteger, por eso la sanción no dejaría de ser innecesaria. Empero, en ejercicio de su labor de vigilancia, la policía podrá aparecer de repente, esbozar su poderío e imponer una multa de $ 328.000 a una pareja que lo único malo que está haciendo es saborear el amor.
De manera que hay dos inquietudes frente a los artículos citados del Código Nacional de Policía y Convivencia para la Paz: la confusión que puede presentarse frente a los alcances de eso que se denomina “generar molestia a la comunidad” y la sanción injusta que puede ser impuesta a quienes husmeen la humedad de sus cuerpos en sitios desolados. A veces el amor necesita de espacios alternativos para hacer chorrear la imaginación, la vehemencia. Es indigno castrar la espontaneidad, el rugir y el desenfreno de la pasión. Tal vez estamos ante eso que Michel Foucault rotuló la Policía del sexo: “es decir, no el rigor de una prohibición sino la necesidad de reglamentar el sexo mediante discursos útiles y públicos”. Claro, aquí no se está prohibiendo hacer el amor, pero se está reglamentando, se está enfriando su locura natural, su fuego.
Por Carlos César Silva