Dura labor es tratar de describir lo inmenso, bello y misteriosamente mágico; lo cautivante de la sencillez, el poder de la verdad, la luz de la bondad. Lo contagiante de una calidez que vibra a flor de piel, y que emana de la insondable intimidad de un ser, que, por sus valores y la proyección de ellos a través de sus obras, capitaliza espontáneamente la admiración, el agradecimiento de la gente y las bendiciones de Dios.
Es un acto de singular celebridad, el poder contribuir con íntimo fervor a exteriorizar parte de esa admiración que se siente por el ser, por la persona y sus logros, a quien su genética individual, su inquietud y la providencia, pusieron entre los peldaños de una maravillosa escalera ascendente hacia la autorrealización como cultura del arte musical. Y es que el solo nombre de Rita Fernández convoca a lo maravilloso, agita armoniosamente el pentagrama interior de versados y neófitos en melodía y poesía.
La naturaleza es el génesis, y al mismo tiempo el orientador que forja voluntades, el juez ante cuyo rigor sobrevivimos o nos resignamos a vegetar. Pero Rita, como un ser privilegiado aún triunfa sobre la austeridad, porque su aventajada capacidad individual, no solo encontró los escenarios apropiados, sino que antes de tocar las puertas de los mismos, ya esperaban y aguardan para ella.
El mérito y su arrollador talento fueron haciendo camino y, sin pedir tanto, le regalaron los estímulos necesarios para que dimensionara su vocación y luego su aptitud musical. Prueba de ello es su señora madre, María Padilla de Fernández, quien con la ternura del que ama, guiara en sus primigenios tiempos su rumbo musical; así comienza su predestinación a edificar una gran obra artística.
Ese germen natural, tal vez por casualidad o por algún hilo oculto del destino; por ventura, y asistida por las brisas y las olas cantarinas de su entrañable y natal Santa Marta, vino no como el ave de paso, ni como una sombra perdida, a posarse y a quedarse para siempre como si así tuviera que ser: en el momento preciso y en el terreno mejor abonado, para que se completara la sinfonía que la madre y maestra dejara inconclusa, lo cual se nos antoja como una premonición.
Valledupar fue y es el nido, el paraíso, la incubadora que catalizó el ímpetu de expresar con música el asombro por lo bello, el dolor de una pena, el chirriar de una luciérnaga, el trinar de un pajarito; fue y es el gran pentagrama que Rita utilizó para que su alma y su acordeón nos hicieran sonreír, suspirar, palmotear y vibrar de una manera diferente, pero a fin de cuentas, alegres.
De sus impecables versos escuchamos que “En la tierra blanda encontró una pena”, pero…
“Yo recorreré caminos
buscaré el olvido
atravesaré montañas
subiré a la sierra
dejaré la tierra blanda
cambiaré mis penas
me enamoraré del valle
que es mi tierra buena”
Tan buena que Valledupar es y será una eterna agradecida por las tantas flores que Rita puso en su altar de canciones. No es solo decirlo en forma parcializada, emotiva y egoísta: Rita es un filón, un manantial inagotable de música, entre la cual la vallenata es la que más la llena, con la que mejor vibra. Son sus logros, son los hechos, los que hablan de los merecimientos de esta precursora en su modalidad, ya que fue la primera en muchos acontecimientos importantes y no solo la primera sino la mejor después de que su ejemplo fuera emulado por otras pocas pero intrépidas mujeres que se atrevieron.
Lo especial de todo esto es que los aires musicales vallenatos estaban rotulados para ser interpretados por la voz grave y ronca de las testosteronas, los ademanes bruscos del varón, el hedor a sudor, el rumor de vaquería, la emoción del licor consumido; en fin, era cuestión de machos y Rita con sus versos y melodías cambió la rutina en medio del aplauso; también se escucha y se vive hoy más que nunca el vallenato estrogénico. Rita ganó su apuesta con un juicio valorativo de laureado y ovación eterna de Valledupar en pie.
Su simiente musical aún en el desierto por el cual peregrina y agoniza nuestra música ancestral, pero que gracias a su existencia y a la obra de otros juglares no morirá: “Cuando vuelve el invierno, cantará mi río”.