El común denominador de nuestra política siempre ha girado alrededor de los mismos ejes nefastos, desde la corrupción hasta los engaños, el ciclo de vicios que infestan la democracia parece no tener fin. Pero especialmente cada cuatrienio contamos con la oportunidad dorada de acudir al repaso de todos nuestros males durante las campañas presidenciales. Allí salen a relucir los temas que siempre hemos querido ocultar debajo del tapete para que las visitas no los vean, allí nuestras pesadumbres se sacan en cara y se usan como armas electorales que se arrojan entre candidatos para repartir las culpas. Quizás sea el tiempo más honesto, sólo entonces nos vemos tal como somos.
Esta campaña no ha estado exenta de ser el espejo que refleja nuestra verdadera naturaleza. Dos semanas llenas de escándalos, todos igual de desastrosos en una amplia gama de descaros sistemáticos que se entrelazan como una cadena con eslabones de vergüenza. Una única realidad quedará cuando los escombros de estas elecciones sean removidos por las páginas de opinión y los editoriales que serán escritos: Gane Santos o Zuluaga, Colombia seguirá igual. Ambas alternativas han perdido la legitimidad de su discurso sobre transparencia, pero paradójicamente la lucha se ha decantado a sus apellidos.
Con todo, 2014 pasará a la historia como el año en el que este país fue testigo anónimo y presencial de la peor campaña de la historia. La emoción que genera la confrontación de ideas ha sido la gran ausente, solo nos quedó una seguidilla de encuestas tan disímiles como surreales donde solo se tiene certeza del inconformismo de la gente. A menos de dos semanas de ir a las urnas el Presidente no se toma la molestia de ir a debates, el desconocimiento de los candidatos es la nota predominante y los reflectores se han enfocado en cómo unos y otros se lanzan tierra a los ojos.El espectáculo predominó sobre el análisis.
En 2010 la exquisitez del pulso político fue avasalladoramente superior. Todos los sectores del espectro político tenían un representante digno de sus postulados. La derecha con un Santos uribizado, Vargas Lleras y Noemí, el centro con la ola verde de Mockus y la izquierda con un Petro hasta entonces sin tacha, conformaban un menú variopinto en el que hasta los sufragios más selectos hallarían alguien de sus preferencias. Hoy por hoy, el Palacio de Nariño se disputa entre la derecha y la ultraderecha, un centro con problemas de identidad, un conservatismo dividido por la mermelada y una izquierda reducida a su mínima expresión.
Los colombianos tendrán la última palabra, pero la tendencia está marcada y por lo visto los vaticinios van apuntando a una segunda vuelta donde una vez más habrá de ser elegido el malmenor de los que queden en la baraja. Esa es el gran resumen de nuestra presidencia, el lastre de nuestras decisiones erróneamente tomadas. Aquí no se gana por ser el nombre correcto sino el menos equivocado.
#ObiterDictum ¿En verdad será completamente necesario que Bogotá se gaste $712 millones trayendo a Calle 13?