Los discípulos habían vivido la experiencia más bella y emocionante de sus vidas: un día, en la ribera del mar de Galilea, el joven maestro Jesús fijó en ellos sus ojos y les invitó a dejarlo todo e irse con él. Era una aventura, ¡era una locura!, pero aquél maestro tenía algo particular, algo que le distinguía de todos los demás maestros, su palabra poseía una fuerza arrolladora que disipaba los temores y hacía sobreponerse a los miedos, sus predicaciones eran sencillas pero cada expresión tocaba la fibra más íntima del corazón, su vida era la manifestación más elocuente de que Dios no había olvidado a su pueblo…
Lo dejaron todo y se fueron con él y fueron testigos de sus milagros y asistieron con emoción – y también con un poco de miedo – a sus enfrentamientos con los escribas y los fariseos, escucharon sus predicaciones, gozaron de su amistad, lo aclamaron como Mesías-Rey mientras entraba a Jerusalén y esperaban que fuera él quien liberara a Israel… Pero todo lo que habían vivido a su lado se vino al piso cuando, por instigación de ciertos grupos de judíos, lo crucificaron una tarde. Su Maestro, su Mesías, su Rey estaba clavado de pies y manos en una cruz con el cuerpo y el rostro desfigurados por los golpes. ¡Qué duro golpe! El corazón de los discípulos estaba sumido en el dolor, en la decepción, en la angustia, en el miedo y encerrados lloraban la pérdida del amigo…
El relato del Evangelio que se proclama en la Misa de este domingo (Jn 20, 19 – 31) nos presenta precisamente a los discípulos encerrados, la alegría había huido de sus rostros… Pero pronto recibirían la más alegre de las noticias: Cristo resucitado se presenta en medio de ellos y con una frase hace latir nuevamente sus corazones: ¡Paz a vosotros! Y les muestra las heridas de los clavos en las manos y de la lanza en el costado ¡Es Jesús! ¡Está vivo! ¡Ha resucitado! Y su presencia y sus palabras verdaderamente traen a sus almas la paz…
¡Cuán necesitados estamos nosotros de esa paz, de la verdadera paz!, de la paz externa pero también de la paz interior, de sentirnos perdonados y amados aún a pesar de nuestros errores… “Paz a vosotros”, dijo Jesús… y estas palabras están también dirigidas a cada uno de nosotros que, con frecuencia, nos sentimos culpables y caemos aplastados por el peso de nuestras faltas. Sintamos cómo el resucitado trae calma a nuestro convulsionado espíritu y tengamos plena seguridad de su perdón, perdón que se nos entrega a través de sus ministros, porque a ellos fue concedido tal poder: “A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; y a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. (Jn 20, 23); perdón que también nosotros estamos llamados a dar: “…como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden…” (Mt 6, 12); Perdón que es justicia de Dios y justicia que causa la paz.
Si esto es así en el ámbito personal, cuánto más lo será en nuestro ámbito nacional. Desde hace décadas los colombianos clamamos paz y anhelamos un país sin violencia, pero quizás en todas las épocas hemos olvidado que la verdadera paz no es simplemente la tregua entre dos guerras inevitables, sino mucho más que eso: ¡La paz es fruto de la justicia! ¡Paz a vosotros!