Cuando se viaja por otros mundos a los escritores nos provoca escribir crónicas de viaje. No lo he hecho para no parecer presuntuosa, pero viene uno tan cargado de emociones que tiene que violentarse para no sentarse a contar.
Acudo entonces a mis libros, a narrar allí la eternidad de Roma; la serenidad extremadamente bella de París; el olor a ancestros de España con el Parque del Retiro que nos vuelve a una juventud enamorada, sus noches de tablao flamenco que matizamos con vino y tapas y la sorpresa que brinda Toledo, no solo por sus callecitas para unas sola persona, sino por el tesoro que guarda: el gran cuadro de El Greco: “El entierro del señor de Orgaz”; la perdida en Venecia tratando de dar con el hotel escondido también en una calle que es un camino; Pisa con su torre inclinada como una mujer adormecida, como recostada en el tiempo; Florencia con el puente del Arno, lugar de encuentro de Dante con Beatrice y David en la Academia mostrando el genio de Miguel Ángel; Padua con la humildad sublime de San Antonio a pesar de la imponencia de su sus ríos envolventes; Estambul con sus historias de imperios, con su vida bulliciosa y tramposa al no decirnos, cuando la caminamos o atravesamos el Bósforo por el gran puente , si estamos en Asia o en Europa; Capadocia con sus valles con paisajes lunares y cuevas (iglesias) escondites de los cristianos en los primeros tiempos, en fin, la historia que no se olvidará o como dice el vulgo ‘es lo único que te llevas’, sin ser consciente de que no se va nada con nosotros.
Y recuerdo, cuando esto escribo, en Zoé Valdés, escritora cubana, pienso en el título de su libro: ‘La eternidad del Instante’. Sí, porque cuando ya estás en casa sientes que fue un instante el que demoraste allí pero que se volvió eterno en los recuerdos.
Cómo sirven esos instantes para recordarlos y que nos saquen de la barahúnda del país que cada vez se vuelve más vidriosa; sirve para amansar o domesticar soledades; para tener algo que contar a los nietos.
Y hay algo recóndito (para los que somos románticos) es el deseo de quedarse allá, sería una delicia seguir conociendo mundos, pero se atraviesa un sentimiento poderoso: la nostalgia. Nostalgia por la patria. Una patria que a pesar de sus desventuras, de su cantidad enorme de problemas, de sus envidias y rencores, de sus odios acérrimos, de la matazón de líderes sociales, de la invasión de vecinos a los que se quiere ayudar mejor pero no hay los medios; una patria que a pesar de todas sus vicisitudes le canta a la vida.
A pesar de todo eso, no viviría en otra nación, solo en la mía, en la que nací y en la que voy a dejar de ser.
Por Mary Daza Orozco