La parranda vallenata es una de las costumbres más hermosas y enriquecedoras de nuestra música, de nuestra cultura y de la vida cotidiana en Valledupar y toda la región Caribe. Hay expertos como Ciro Quiroz O, estudioso del tema, que con fundamento dice que el vallenato es hijo de los cantos de vaquería y que nace por nuestra vocación pastoril. Eso puede ser cierto, pero me atrevo a decir que buena parte de la música vallenata ha nacido en medio de la parranda.
La parranda, o parrando para los llaneros y venezolanos, es una costumbre vieja de la cultura del Magdalena Grande, La Guajira, y luego del Cesar. Es una figura cultural que viene de España. Ese el momento en que se reúnen los amigos para escuchar la música de acordeón o guitarra, en vivo, cantar, haciéndole el coro a las canciones, escuchar cuentos, anécdotas y chistes, y ponerse al día con las últimas novedades de la comarca. Es un espacio para compartir, propicio para la tertulia, la amistad, el amor, etc; desde los tiempos de Francisco El Hombre; o antes, con las famosas colitas.
Eran muy famosas las parrandas en la casa de la señora Ernestina Pumarejo de Cabas, “Tina Cabas”, en el barrio Cañaguate, por donde desfilaron los principales acordeoneros, cajeros, guacharaqueros, cantantes y compositores de la música vallenata, amigos de esa egregia familia formada por las hijas y los hijos del patriarca Angel Cabas. Principalmente por sus hijos: Rodolfo (q.e.p.d), Enrique (Jique), y el médico Carlos Alberto Cabas Pumarejo. De niño, por la confianza entre las familias, yo me metía y escuchaba parrandas inolvidables. Los pocos recuerdos que quedan de ellas los tiene “Jique” en su gran archivo audio-visual.
Uno de los lejanos recuerdos que tengo de mi niñez es el de una parranda en una casa en el centro de Valledupar. Desperté de madrugada y se escuchaba una música que salía de un aparato que después, tiempo después, supe que se llamaba acordeón. Mi familia vivía en esa casa en el centro de Valledupar, frente al consultorio médico oculista Afranio Restrepo. Debía ser sábado o domingo, y las melodías de aquel acordeón eran creadas por un muchacho muy blanco, que parecía cachaco, se llamaba Emiliano. Lo acompañaba en el canto otro muchacho, pero un poco más trigueño, se llamaba: Tomás Alfonso. Después, se dieron a conocer como los hermanos Zuleta Díaz.
La parranda era motivada por la compra de una camioneta nueva de mi tío Gustavo Araujo, esposo de mi tía Lely Maya, a quien se la habían mandado expresa desde Barranquilla desde el concesionario de Carlos Dieppa, el empresario que importaba esas imponentes y finas camionetas Ford, a la que años después, Leandro Díaz les compondría una canción: la Ford Modelo.
La camioneta Ford terminó vuelta nada, antes de tener placas de tránsito. Uno de los bohemios parranderos, Rodolfo Cabas Pumarejo, se la pidió prestada a Gustavo Araujo, para llevar a sus compadres, Rodolfo Castilla Polo, quien tocaba la caja, y a Adán Montero, quien tocaba la guacharaca, la nueva y bonita camioneta terminó estrellada en una esquina del viejo barrio Cañaguate.
Pero la parranda siguió, como si nada hubiera pasado, Gustavo Araujo, hijo del legendario hacendado Erasmo Araujo, pidió otra camioneta a Barranquilla, la estrellada se metió al taller y se entregó a la aseguradora, y su mamá, Rosa Murgas de Araujo, solo pudo conocer la camioneta de su hijo varios días después. Pocas personas se enteraron del accidente y mi tío Gustavo estrenó dos camionetas. Así era Valledupar.
Hay que vivir la parranda y buscar hacerla de la manera más tradicional y alegre posible, más allá de la buena comida y buen trago, lo más importante es escuchar con atención la música, el acordeón, y celebrar la amistad y el amor, en torno a esa música que nos llega al corazón y el instrumento que nos arruga el alma, como bien decía Gabriel García Márquez, por allá en 1948, cuando apenas se aficionaba a esta bella música.