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La parábola de la honestidad

Hubo una vez, en el Siglo III A. C., un príncipe de la región norte de China, que estaba por ser coronado emperador, pero de acuerdo con la ley, debía estar casado. Sabiendo esto, decidió hacer un concurso entre las jóvenes de la corte para ver cuál de ellas sería digna de su propuesta. Al día siguiente, el príncipe anunció que recibiría en una celebración especial a todas las pretendientes y les diría las bases del concurso.

Una anciana que servía en el palacio hacía muchos años, escuchó los comentarios sobre los preparativos. Sintió una leve tristeza porque sabía que su joven hija tenía un sentimiento profundo de amor por el príncipe. Al llegar a la casa y contar los hechos a la joven, se asombró al saber que su hija quería concursar. Sin poder creerlo le preguntó:

– ¿Hija mía, qué vas a hacer allá? Todas las muchachas más bellas y ricas de la corte estarán allí. Sácate esa idea insensata de la cabeza. Sé que debes estar sufriendo, pero no hagas que el sufrimiento te enloquezca.

–No, madre, no sufro ni estoy loca. Yo sé que jamás seré escogida, pero es mi oportunidad de estar, al menos, por algunos momentos cerca del príncipe. Esto me hará feliz.

Por la noche la joven llegó al palacio. Allí estaban todas las muchachas más bellas, con las más vistosas ropas, con las más bellas joyas y con las más determinadas intenciones. Entonces, el príncipe anunció cual era el requisito.

–Daré a cada una de ustedes una semilla. Aquella que me traiga, dentro de seis meses, la flor más bella, será elegida como mi esposa y futura emperatriz de China.

La propuesta del príncipe estaba acorde con las tradiciones del país, en donde se valoraba mucho la especialidad de cultivar algo, fueran costumbres, amistades, relaciones, etc.

El tiempo pasó y la dulce joven, como no tenía mucha habilidad en las artes de la jardinería, cuidaba con mucha paciencia y ternura de su semilla, pues sabía que si la belleza de la flor surgía como su amor, no tendría que preocuparse con el resultado. Pasaron tres meses y nada brotó. La joven intentó con los pocos métodos que conocía pero nada había nacido. Día tras día veía más lejos su sueño, pero su amor era más profundo. Por fin, pasaron los seis meses y nada había brotado. Consciente de su esfuerzo y dedicación la muchacha le comunicó a su madre que, sin importar las circunstancias, ella regresaría al palacio en la fecha y hora acordadas sólo para estar cerca del príncipe por unos momentos.

A la hora señalada estaba allí, con su vaso vacío. Todas las otras pretendientes tenían una flor, a cual más bella, de las más variadas formas y colores. Ella estaba admirada. Nunca había visto flores tan lindas reunidas en un mismo sitio. Cuando llegó el momento, el príncipe observó a cada una de las pretendientes con mucho cuidado y atención. Después de pasar delante de todas, anunció su resultado:

–Esta bella joven con su vaso vacío, será mi futura esposa.

Todos los presentes tuvieron las más inesperadas reacciones. Nadie entendía el porqué de esa escogencia.

-–Esta fue la única que cultivó la flor que la hizo digna de convertirse en emperatriz: la flor de la honestidad. Pues todas las semillas que entregué eran estériles.

Qué bello relato. En estos tiempos de corrupción –en donde lo que importa es mostrar resultados, los logros, lo visible– cultivar el valor de la honestidad parece un valor perdido. Somos capaces de inventar los más variados argumentos para excusarnos, y evitar decir la verdad y sobre todo, tomar el sendero honesto. La viveza se ha convertido en un valor muchas veces encubierto por la mentira, el engaño, la falta de honestidad para con los demás. La verdad, la sinceridad, la humildad, han dejado de ser virtudes. Se ha terminado por trastocar el significado de la palabra éxito, pues éste se confunde con el dinero, el poder, la fuerza y, para lograr alcanzarlos, se cometen tropelías, se mata, se roba, se estafa, en fin, todo vale con tal de conseguir lo propuesto.

Quien concluye el día siendo leal a sí mismo, sin traicionar sus creencias y sus sentimientos, sin dejar de ser quien es, ese sí ha tenido un día de éxito. Lo contrario es una vil patraña que termina engañando a quien la comete y, tarde o temprano, salta la liebre.

Por Gustavo Rodríguez Gómez

 

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