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“La oración del humilde atraviesa los cielos, la del soberbio no se desprende de la tierra”

Por Marlon Javier Domínguez                    

Seguimos leyendo cada domingo relatos del evangelio de Lucas. Ya hicimos notar anteriormente que una de las categorías en las que se enmarca este escrito es la oración. El domingo pasado se nos hizo especial énfasis en una característica de la oración: la perseverancia; hoy se pone ante nuestros ojos otra fundamental condición del diálogo entre los hombres y su Dios: la humildad. Nuevamente Jesús utiliza una parábola, – ¡qué gran maestro! Siempre hay ejemplos sencillos con los que ilustrar una realidad más compleja -. 

“Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano”. Sin duda se trataba de dos grupos de personas muy conocidas en la sociedad israelita. 

Los fariseos eran personas respetadas por todos, debido a que eran ellos los que mejor conocían las leyes de Dios y habían dedicado su vida a interpretarlas y explicarlas al pueblo, eran maestros tenidos en muy alta estima por sus conciudadanos. La altivez que les caracterizaba, sin embargo, era fuertemente criticada por Jesús. En efecto, de manera constante el Maestro hacía claras alusiones a ellos en sus discursos: les llamaba hipócritas y les criticaba el hecho de creerse mejores que los demás, de vivir meramente de apariencias y de imponer cargas pesadas a los otros, mientras ellos vivían una vida laxa.

Los publicanos, por su parte, eran pecadores públicos y no había forma de disimular sus faltas, eran traidores de su pueblo porque se habían vendido al imperio Romano y ejercían funciones de recaudadores de impuestos, su vida era licenciosa y llevaban a cuestas una inmensa fama de ladrones. Un judío de bien no trataba con publicanos, era gente despreciable, personas cuyos intereses económicos estaban por encima del amor a Dios, la raza y la misma tierra prometida. Se vendían al mejor postor y, en ese momento, el mejor postor era Roma.

“El fariseo, de pie, oraba diciendo: Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ni tampoco como ese publicano…” Las palabras que dirige a Dios son un intento de justificarse así mismo, se cree bueno y desprecia a los demás, se siente seguro en la altura de su soberbia y no cree ni siquiera necesitar de Dios. ¿Para qué ora?, podríamos preguntarnos. No va al templo a orar, realmente su presencia física en el lugar del culto y las palabras que salen de su boca tienen el único objetivo de engrandecer su ego. Las palabras expresadas desde un sentimiento de superioridad no puede llamarse oración, aunque estén dirigidas a Dios.

“El publicano, manteniéndose a distancia, con los ojos clavados en el suelo, oraba diciendo: apiádate de mí, oh Dios, que soy un pecador”. No tenía méritos, no se jactaba de nada, lo único que tenía en las manos eran sus faltas, pedía piedad; era consciente de encontrarse enfermo y de estar ante el médico, de estar hablando al misericordioso y saberse a sí mismo miserable, por eso no ocultaba sus llagas. Se sabía necesitado y pedía, dependiente de su Dios y oraba.

El publicano fue escuchado, el fariseo no fue atendido, porque la oración del humilde atraviesa los cielos, más la del soberbio no se desprende de la tierra. ¿Cómo es nuestra oración?

 

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