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La muerte natural es un privilegio

En los pasos de la vida, la muerte esconde su velo. Los seres humanos que aman y respetan su vida y de los demás, esperan con serenidad la llegada de su hora final; pero infortunadamente en un país acosado por la inseguridad y el miedo como Colombia, donde los violentos no excluyen a niños ni mujeres ni ancianos para victimizarlos. Frente este panorama desolador, la muerte natural es un privilegio. Claro está, cuando las atenciones médicas y familiares son excelentes.

La muerte natural es menos triste, porque es un designio de Dios. En el interior de la tierra el cuerpo cumple la profecía bíblica de la transformación en polvo, el espíritu disfruta la celeste eternidad y los recuerdos son ramos de luz en el corazón y en la memoria de sus seres queridos. Familiares y amigos recordamos a Pablo Atuesta Barrera.

En los ya lejanos amaneceres del pueblo de Los Tupes, sus padres Humberto Atuesta y Carmen Barrera fueron bendecidos por Dios para que creciera al lado de diez hermanos. Casi adolescente llega a Mariangola; mis padres José Eleuterio y Juan Bautista le acogen como a un hijo. En el colegio “Rodolfo Castro” estudia la básica secundaria y deja huellas por sus cualidades de estudiante, cantante y deportista. Regresa a su pueblo y termina el bachillerato en el “Rodríguez Torices” de San Diego. Después llega a Valledupar, bajo la protección de su hermano Óscar Darío, buscando opciones de trabajo. El oftalmólogo Alberto Luis Sierra y la optómetra Nancy Amaya lo inician en el oficio de técnicas de lentes. Su espíritu emprendedor lo lleva a crear su propio taller óptico, que pronto contó con la presencia de buenos clientes y cultivó muchas amistades.

Pablo era un ser generoso, servicial, desprendido de cosas materiales, humanamente familiar, y por eso se hizo merecedor del aprecio y el cariño de todos. Su mayor felicidad eran los tres hijos, que tuvo con su esposa Aljadis Alarcón: Maira Alejandra (la mayor, que estudia medicina en la Universidad de Cartagena), Pablo Andrés y María Ángel.

A Pablo le fascinaba cantar. Aún sentía la plenitud de la vida, cuando la familia entristeció con el diagnóstico médico: un tumor en la base del cerebro. Él, sonriente a pesar de la adversidad, les decía que no se preocuparan, que las cosas iban a salir bien, y cantaba algunos versos. Después de la cirugía, se presentaron complicaciones que lentamente fueron minando sus fuerzas vitales… Hoy lo recordamos como el hombre alegre, amoroso, soñador de la esperanza y de la paz. Igual que sus hermanos y yo, estaría contento por la firma de los acuerdos en La Habana.

A propósito de la firma de estos acuerdos, el artista payanés Rodrigo Valencia, me envía la pintura de una ‘Urna funeraria’, y transcribo apartes del texto que le acompaña: “La vida no es una caja que se cierra fácilmente. Todos los días son puerta a lo imprevisto; el destino se lucha, se labra, a veces se perfuma con las buenas decisiones.

En la actual encrucijada, valen los mejores sueños; los acuerdos recién abren su ventana a la realidad; hay que olvidar los fantasmas, las sombras deben vestirse de serena paciencia, la historia debe nombrar…. Es la oportunidad de iniciar un canto nuevo, Colombia lo espera. Réquiem para sepultar la guerra… Un símbolo para procesar nuevos deseos, para poetizar la ruta que se espera de la paz; el último y definitivo grito de la sangre debe quedar sepulto por toda eternidad”.

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