Eran casi las nueve de la noche cuando el ‘Conde’ Alario, uno de los más cercanos amigos de ‘Juancho’, recibió la noticia. De inmediato acudió a la Plaza Santander, cuya enorme concurrencia arrastraba sus últimos cristos de esperanza. Atónitos en el imprevisto acertijo mortal, divisó al capitán Rumbo, a ‘Cochevo’, ‘Miromel’ y ‘Rafico’, Alfredo Márquez y Sandro Zuchini, esos camaradas de ‘La Flotica’, con quienes ‘Juancho’ hubiera compartido felices instantes de juventud. “Ojalá sea un malentendido”, clamaban al cielo, como esperando un eco benevolente en el infinito vacío.
Era una alucinación tardía, por supuesto, porque las sombras contrariadas del destino ya habían echado sus raíces en la tierra de Cesarí y el más virtuoso discípulo de Francisco Moscote, escrito en el libro de Dios, habría de conmover un ángel toda vez que pudiera escuchar en las alturas las sublimes notas de un acordeón.
DOLOR DE PUEBLO
En la antigua colmena de Jiménez, descollando sobre el mostrador y cavilando en los motivos de la desgracia, coreaba herido un bohemio las últimas composiciones del juglar. Entonces, un arpegio fugitivo al viento hurgaba tristemente la borrasca estéril y el murmullo punzante de los escarabajos sepultaba el surco adolorido del tiempo, en el áurico reloj del Bautista. Por los pasillos de la barra 2001, en el quiosco de don Mauricio, por los idílicos balcones del viejo teatro y en los vastos muros de las mansiones coloniales, el rugido de la muerte desentrañaba leyendas, amores y espanto, mientras que, doblegado en la puerta de un templo, un desvalido caminante—mezcla de salvaje inocencia y doméstica ironía— rogaba por la pronta redención de ‘Juancho’, cuando su propio espíritu ya no tendría las fuerzas suficientes para llegar tranquilo al sepulcro.
A la espera del féretro, la velada se prolongó hasta el amanecer. De festiva y bulliciosa, la plaza mutó en un escenario de melancólico estupor y en las estancias públicas los parroquianos, que habían permanecido en enervante vigilia, cedieron a un estado de primitiva inconsciencia, como ocurriera al fantasma de una oruga en fallida metamorfosis.
UN TRISTE DÍA
Aquella mañana, por supuesto, no estuvo la inolvidable Fanny en su estanquillo, con su generosa promoción de jugos naturales, ni el quijotesco postor de la ruleta rusa con sus aspavientos de buen augurio, ni el zapatero de Guamalito con su inflexivo tono de ventrílocuo, ni el pintoresco Raca, cantando a capela los números del chance. Tampoco vimos a Alarza el jardinero, ni al vendedor de casetes del “arbolito musical” solazándose de sus exclusivas colecciones en parranda, ni a la ‘Gorda’ Mojica con sus ventas de comida debajo del corazón fino, y hasta las palomas bulliciosas del amanecer salieron en revoltoso enjambre, a esconder sus penas entre los cobertizos y ventanales de la Casa Cural.
Las dependencias públicas, las callecitas insomnes, las almas y las cosas, fueron un solo manto de angustia, mientras que, en medio de la multitud que colmaba la plaza, algún integrante de ‘La Flotica’ invocaba con fervor la muerte, sólo porque quería custodiar en la parca el alma de su más querido confidente.
EL SEPELIO
A partir de las seis de la mañana del martes, el cadáver fue velado en casa materna. Pero, poco antes del mediodía del miércoles, hasta la hora de su entierro, fue puesto en cámara ardiente sobre la tradicional tarima Luna Sanjuanera. Entonces, contemplamos escenas tan desgarradoras que jamás pudiera emular libretista alguno. Una interminable fila de aficionados se aprestó a subir al estrado a ver por última vez al increíble digitador que ahora, paradójicamente, frente a la calle El Paraíso, estaba dormido para siempre. Bajo el calor agobiante de noviembre, en medio de la desbordante hilera humana, me veo a mí mismo esperando el turno durante algunos minutos que no preciso, pero que en todo caso me parecen rigurosamente esquivos y acezantes.
Luego, me veo distante, inasible y nervioso ante el féretro, tratando de comprender el cruel mecanismo de la muerte; y antes de poder descifrar la inmediata realidad y concebir las confusas fórmulas del destino, con gran desazón infiero que la soledad y el tiempo, el amor y la gloria no son más que un pedazo de eternidad guardado servilmente en un ataúd.
LA ÚLTIMA BENDICIÓN
Ejerciendo la santa señal de la mano y rociando agua bendita, el Padre Armando Becerra bendijo al difunto, en el postrer instante del réquiem. Enseguida, un selecto grupo de amigos de ‘La Flotica’, presidido por el ‘Conde’ Alario, rindió sensible tributo al juglar.
A la sombra de sus recuerdos, fluyeron palabras, lágrimas y versos, y hasta el alma dormida del virtuoso acordeonero habría despertado un instante, para contemplar por última vez las verbenas en el mítico quiosco de Mauricio Daza, la graciosa componenda de sus camaradas gritando voz en cuello a los líricos y caricaturescos personajes de la calle, y, al frente, la añorada vivienda de Rosa María, en donde quedarían penando por siempre los embrujos de su acordeón.
Hacia las siete de la noche, de aquel despreciable 23 de noviembre, vi pasar por la ‘Calle del Embudo’ la implacable marejada con la flotante caja mortuoria lisonjeada con ramos de gardenias, crisantemos y lágrimas.
Vi pasar también la inédita leyenda en reposo, la muerte que se resistía aún al tálamo de raso y al rigor de las bisagras, y a la viuda atormentada que, llevando un fruto en su vientre, iba muriendo a cada paso, cuesta abajo al cementerio. A medida que avanzaba el cortejo fúnebre, la poca vida que restaba en las calles se tornaba tan abstracta como acabada de inventar, mientras que los cenicientos muros, el mustio destello de las antorchas, las estatuas rotas y el balsámico aliento de los pastizales, orquestaban el más doloroso epílogo a la memoria de un pueblo que, por los siglos de los siglos, ya no volvería a ser el mismo.
Muchos años después, rehuyendo los anacronismos y procurando las simetrías del relato, consulto entre discípulos de ‘La Flotica’ algunos apartes históricos. Entonces, justamente en la Plaza Santander, frente a la antigua casa de Rosa María, abuela de Juan Humberto, me encuentro con ‘Pático’ Gámez. Es un hombre noble y espontáneo cuya risa contiene un eco de palomares o de arroyo crecido. El tono de su voz, no obstante, resulta tan apacible y monótono, como un sostenido de piano, y el escurridizo impulso de sus nostalgias permea el alma que guarda amarguras, bondad e inocencia. “Fueron mis mejores épocas”, dice con la expresión de quien ve pasar al frente el instantáneo fulgor de una pajuela, y entonces concluye: “Esos tiempos ya no vuelven”
Al intimarlo, relata apartes vinculados con la historia musical de ‘Juancho’, en sus inicios con Diomedes Díaz. Recuerda que cualquier día de mayo de 1978, debió acompañar al acordeonero hasta el caserío de La Junta, lugar dispuesto por el cantante para concretar algunos asuntos formales sobre la naciente unión musical.
POR FERNANDO DAZA /ESPECIAL PARA EL PILÓN