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La mejor terapia para la vida  

Dices que el atardecer se apodera de tus días, el que aprende a envejecer nunca pierde la alegría. Estos versos pertenecen a la canción ‘Oye viejo, oye papá’, que le escribí a mi padre, cuando rondaba los 70 años. Después fue grabada por mi sobrino Juan José Atuesta y Emiliano Zuleta Díaz.    

Ahora que mis años se aproximan al tiempo aquel que me inspiró la canción, escribo esta columna. La mejor terapia para la vida es la tolerancia y el amor. El tiempo del afecto y del amor no es el ayer ni el mañana, es siempre el presente. El tiempo de amar es tiempo de vida. La imagen sonora y sincera de un te quiero siempre debe ser celebrada.  Un abrazo de cariño, una palabra de afecto, un gesto solidario pueden ser el apoyo necesario para guiarnos a cruzar el puente que nos libera de las ataduras obnubiladas.  Es necesario revisar nuestras relaciones con los demás, no esperar que sea demasiado tarde. Y como dice un poeta: “Antes del atardecer, reconcíliate con tu hermano”.

La mirada contemplativa se reconforta en el estético placer de vivir el apego por seres queridos y sentir la belleza de la poesía y la música. Estar en casa nos brinda oportunidades de diálogos familiares, de pensar más en Dios y su infinita misericordia, de valorar el milagro de la vida, las virtudes y los dones. Además, podemos meditar en silencio y hablar en intimidad con la memoria, escuchar en el corazón la voz de la madre que es un himno de ternura y dignidad. Evocar los maravillosos recuerdos, ver fotos familiares, escuchar música almática y releer nuestros libros preferidos.

La tolerancia y el amor son las mejores medicinas para el alma y para el cuerpo. Otro complemento fundamental para el bienestar de la salud es la práctica de actividades físicas y deportivas. Caminar en campo abierto, donde se puede disfrutar de la frescura de los árboles, del verdor natural de la grama, del sonido de la corriente de un río, de la panorámica de bosques y cerros, es una sensación de catarsis para el cuerpo y para la mente.  Nadar en el río o en el mar es una actividad reconfortante de higiene mental que borra los malos pensamientos, y es sentir el retorno al vientre de la madre. 

Practicar un deporte es conservar la plasticidad muscular y la mente juvenil. El deporte amaina las tristezas y las arrugas del alma y del cuerpo. La actividad física es una terapia sanadora, nos libera de toxinas, de estrés, de exceso de peso, y se hace alianza con la dieta, y fortalece el sistema inmunológico, y contribuye a la prevención y manejo de una serie de enfermedades, entre las que se destacan las cardiovasculares y las infectocontagiosas.  

  Termino con este verso del poeta cantor Rosendo Romero, que desde que lo escuché es una página abierta en la memoria: “Quiero robarles los minutos a las horas para que mis padres nunca se me pongan viejos”.

 Por José Atuesta Mindiola 

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